No hay tal deuda.
Bajé las escaleras sin tanta prisa pero una vez en el pasillo apresuré el paso. Esa mañana me dirigía a casa del señor Nimsí, pues había aceptado a ultimo momento comer con su señora madre el almuerzo que disponía hacerme debido a mi accidente.
Me vi envuelta con una blusa blanca de mangas largas, un faldón azul y un reboso a juego, sin olvidar la sombrilla, el sombrero y un pequeño bolso de tela de mano. Mamá se había marchado mas temprano ese día a su tienda de vestidos y trajes y papá a las fincas de banano. Prácticamente la casa quedaba a merced de Juanita, Lulú, Teresa y un par de trabajadores recién llegados que comían en la cocina y que se dirigirían al campo.
Jonathan había desaparecido temprano, ¿donde? No me importaba.
Abrí la puerta y salí al exterior. Bajé los escalones y transité el sendero bordeado de flores y verdor en hojas. El cielo no tan azul yacía pintado y cubierto con extensas nubes blancas y escasas grises, el viento soplaba sereno y cálido y los pajarillos parlanchines cantaban y se gozaban en el aire.
Por una levedad de tiempo me preocupé por esas nubes, ya que solo verlas aquel recuerdo me raptaba. Pero entonces esto se disipaba al darme cuenta que había acordado regresar temprano. Además, esta vez, Mohamed no se separaría de mí en ningún momento.
Cuando traspasé la entrada del muro de piedras me encontré con Mohamed deslizando las manos sobre el largo cuello del equino, el cual yacía unido a una carreta de madera. Su sombrero yacía inclinado hacia adelante por lo que no podía verle el rostro pero si podía ver que una ramita seca provenía de su boca.
—Buenos días, Mohamed.—Lo saludé esperando a que me notara.
Éste levantó la mirada y echó para atrás su sombrero. Masticaba la ramita chasqueando los dientes con fuerza. Se tocó el sombrero en saludo y se subió al lado del puesto dominante de las riendas. Sin esperar invitación hice lo mismo, sentándome a su izquierda de la tabla de madera.
Sin mediar tanto tiempo el hombre chasqueó las riendas sobre la grupa del caballo y partimos.
Mohamed no era conversador.
Yo intenté sacar plática pero él se limitaba a responder lo más breve posible, eran meros si y meros no puramente cerrados. Debido a esto di rienda suelta a mis pensamientos, ya que veía inútil y clara la situación de querer avivar una fogata en medio de una tormenta.
Recordé entonces el día anterior y lo inconcluso que había acabado. Cuando desperté, después de la inmensa decepción que sentía y con la que me acosté, me encontré con que ya había caído la noche y que incluso una fuerte tormenta había arrasado con el resto del día.
Según Teresa, a quien había sorprendido tocando la venda de mi herida mientras estaba dormida y que asusté al despertar, los doctores se habían marchado diez o quince minutos antes del aguacero, éstos se fueron deseándome mi pronta recuperación.
Dejé escapar un suspiro triste cuando Teresa me lo contó.
<<—No volví a despedirme y esta vez de los tres.—me dije desalentada.>>
El único que había permanecido en casa fue Nimsí y lo supe cuando me dispuse a bajar al comedor a cenar y me lo encontré justo al pie de las escaleras, acompañado de papá. Tras verme no perdió la oportunidad de recordarme la propuesta de doña Carmenza para ir almorzar.
No lo pensé, sino que jalada por la urgencia de alejarme y comer, acepté sin mas. Al señor Nimsí la respuesta le agradó, porque de inmediato una minúscula sonrisa elevó las comisuras de sus labios, cosa que casi no veía. Luego, se tocó la punta del sombrero en despedida y se fue.
Y bueno, me encontraba camino a su casa, con el sonido de los cascos del caballo chocando contra el lodazal y el apasionado silbar que ejecutaba Mohamed con sus labios. Éste yacía encorvado, abiertos de piernas, con las riendas envueltas en sus manos de forma perezosa y con la mirada distraída puesta en el camino.
Desde el día de lo ocurrido, ya casi un día para la semana, en aquella voraz tormenta me puse a pensar que no había intercambiado una tan sola palabras con el vigía.
Toda esa semana no supe de él. No se presentó, no me hizo saber que lamentaba mi infortunio, nada. Lo miré de soslayo por un momento, luego me puse a pensar devolviendo la mirada al camino.
<<—El pobre disimula, Gretel—Pensé— No lo culpes por ser un hombre de sentimientos escondidos, en el fondo se encuentra un algo, y él tiene.>>
Mohamed se encontraba entre mis memorias de niña. Y recordé una, la cual, en ese momento me hizo sonreír. Me ví montada en un caballo, se escuchaba música por todas partes, voces cantando, risas y mucha comida. Recuerdo mis manos sujetadas con fuerza a las crines del animal mientras éste paseaba entre la algarabía. La risa que emergía de mi garganta aún resonaba en mi mente, llenándome de antaño y transportándome a esa época de niña.
Las riendas del aquel caballo las llevaba un hombre, quien iba a pie y que nos guiaba, uno con un sombrero viejo y botas sonantes.
Recuerdo que de vez en cuando su carcajada se unía con la mía, él me hablaba de cosas y yo caía en la locura de la risa y las broma. Ese era el Mohamed de antaño, pero bueno, ¿Qué se podía hacer con un árbol de ramas torcidas? Mohamed era… Mohamed.
Él no tenía familia, bueno, al menos que yo supiera, no. Había estado con nosotros desde siempre, al lado de papá y en sus negocios en cuanto a tierras y cultivos.
Éste había conocido al padre del mío, cuando papá era tan solo un muchacho, le había enseñado a montar caballo, a disparar y a relacionarse con la gente. Papá de niño, según él que nos había contado, era tímido y callado, no salía a menos que no fuera a sembrar y regresar a casa.
Cuando conoció a Mohamed éste lo espabiló con el permiso de mi abuelo. Se lo llevó a los pueblos a vender cuajadas y queso, panes y maíz y lo hacía hablar con gracia no sin antes mostrarle cómo.