Silencio

Capítulo 18

Espinas y exilio

Sofía, la nieta de Petra y otros muchos niños se debatían en tomar el primer dulce que cayera de la olla de barro, la cual colgaba en el aire tomada por dos cuerdas que se ajustaban de las orejas de ésta misma.

Un hombre tenia la cuerda en las manos, éste se encargaba de subir y bajar la olla mientras que un niño a tientas y cegado con un pañuelo trataba de asestar un golpe sobre ésta.

Habían terminado de colocar las últimas palmas de coco sobre el techo de la champa. Allí, dentro de ésta, descansaban dos mesas anchas con una variedad de platos y ollas atiborradas de comida y bebidas.

En las esquinas, sentados sobre bancas y taburetes de madera algunos trabajadores y uno que otro invitado, observaban el reír de los niños que yacían circundando la olla en el aire. Y otros, en su mayoría jovencitos, no escapaban de sentir lo mismo que los más pequeños del lugar, esperando con ansia el caer de la lluvia de dulces.

Unos yacían comiendo y bebiendo, tal como Mohamed, quien yacía sentado sobre la raíz de una palma de coco e inclinado sobre la misma. Éste comía y conversaba interesado con otro hombre ensombrerado igual que él, asentía y algunas veces negaba a la defensiva.

Mujeres venían y se iban afanadas en quehaceres.

Una señora mayor con delantal y pañuelo en la cabeza repartía tamales y pequeños pasteles de maíz con carne dentro de la champa y otra mujer bebidas de jugos de naranja agria y jugos de mango.

Yo, me encontraba sentada junto con doña Carmenza, limitándome a observar. La anciana se había empeñado en no despegarse de mi en ningún momento.

Me habían ofrecido a comer dos tamales de los cuales acepté.

Luego, dos pasteles con carne y acepté. Al rato de haber terminado, doña Carmenza sin preguntar depositó sobre la mesa una taza grande con café y tres rosquillas endulzadas, y pues, no pude negarme... acepté.

Comí y comí. Bebí y bebí

Después de las rosquillas, mientras observaba como lograban hacerle una grieta grande a la olla y como un hombre se animó a cantar una canción con una guitarra pintoresca y otro lo seguía con una filarmónica, Petra llegó con dos platos grandes atiborrados de ayotes enmelados.

 << ¡Santo Dios, ayúdame!>>

Acepté en silencio en el preciso momento en que tomé la cuchara entre mis dedos y me llevé una porción a la boca. Estaba delicioso, sabroso, apetitoso.

Mientras comía observé sonriente como los niños se apretujaron en el suelo cuando un par de dulces cayeron. Producto de la música, la comida, las pláticas, las risas y todo el ambiente restante no me daba cuenta de que mi voz se elevaba en sonoras risas y como aplaudía por momentos al son de la melodía y las letras mientras movía la cabeza de un lado a otro.

Doña Carmenza no dejaba de platicar, volar lenguas en realidad, con un par de mujeres a mi costado, unas jovencitas no cesaban de hablar de su apariencia y de cierto enamorado, éstas no se daban cuenta que avivaban el oído de cierta anciana quien las escuchaba con cierto gesto de burla e interés.

Ya había terminado de comerme el ayote con miel, cuando un estruendo estrepitoso retumbó seguidamente de gritos entusiasmados.

Los niños alterados de emoción se amotinaron sobre el mar de dulces que cayeron en el suelo y no solo ellos, también un par de adultos ensombrerados y unas jovencitas el cual no perdieron oportunidad de recoger lo que cayeron cerca.

Los demás restantes, que nos limitábamos a observar solo nos unimos a las risas de los niños. Excitados, los que alcanzaron a recoger una buena porción de la olla se levantaban y corrían entre risas donde sus padres a mostrarles.

La pequeña Sofía corrió hacia donde estaba Petra, dentro de la champa con la anciana que repartía comida. Ella se agachó y le mostró un gesto de entero asombro a la niña quien a su ves con orgullo le enseñaba lo que poseía en las manos. Sonreí ante la imagen.

En eso, de la nada mi sonrisa irremediablemente se esfumó.

Una figura alta, envuelta en un vestido carmercí oscuro y cabello del color de una alma negra, de repente ocupó mi campo de visión. Ella estorbó con pasos hábiles y amanerados la comodidad y goce que estaba sintiendo.

Lancé un suspiro.

Su cabello caía por su espalda en una gruesa y bien entretejida trenza hasta llegar al final. Todos la saludaban y le sonreían, en especial los niños, algunos hombres con disimulo la volteaban a ver para después recorrerla con los ojos de arriba abajo, esto último me incomodó.

La observé tratando de esconder el interés que debía estarse pintando en mis gestos.

Ella entró en la champa y tomó un plato con pastelitos de carne y en lugar de un vaso tomó un huacal y lo llenó de jugo que al momento se llevó a la boca y bebió, luego, lo volvió a llenar mientras hablaba con la anciana al otro lado de la mesa.

Un hombre le ofreció un banco de madera, a lo que ella aceptó sin rechistar, cerca de una mesita en una esquina dentro de la champa en la que yacía solamente un anciano medio dormido.

Si ella giraba solo un poco la cabeza a la izquierda bien podía chocar miradas conmigo. Pero nunca lo hizo, no sabía si lo hacía adrede o simplemente yacía distraída con los cantores y con los que se habían animado a bailar al son de los cantos.

Si Mohamed había notado su presencia creo que al final no le había importado, porque seguía comiendo y volando lengua al mismo tiempo como si nada.

—Profesora, ¿es cierto que la golpearon en el camino el sábado pasado?

Giré la cabeza y me encontré con el grupito de las tres jovencitas mirándome directamente.

—¿Disculpa?—fingí no haber escuchado con la intención de que ellas repitieran la pregunta.

Por un instante la intención de volver a formular la pregunta hizo que la muchacha dudara pero, presionada por sus dos compañeras al final pudo hacerlo.

—Supimos que la atacaron el día del gran aguacero, ¿es eso cierto? ¿un hombre enmascarado la atacó?




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