Capítulo 3: El reflejo sellado

Esa mañana, la niebla no se disipó con el sol. Montse se despertó con un sobresalto, su respiración agitada y una sensación extraña en el pecho, como si algo dormido dentro de ella se hubiera girado. La marca en su espalda ardía con un calor punzante, más intenso que nunca.

Miranda la observaba desde el marco de la puerta, con los ojos hundidos por secretos no dichos.

—Hoy... debo mostrarte algo —murmuró, sin mirarla directamente.

La llevó a una habitación cerrada con llave, en la parte más alejada de la cabaña. Las paredes estaban cubiertas por estanterías llenas de objetos antiguos: frascos, plumas, piedras talladas con símbolos que Montse no comprendía. En el centro, sobre un pequeño altar de madera oscura, reposaba un relicario de plata ennegrecida.

—Perteneció a tu madre —dijo Miranda, y su voz tembló por primera vez.

Montse se acercó lentamente. Cuando sus dedos tocaron el metal frío, una oleada de energía la recorrió como un rayo. El relicario se abrió solo, dejando escapar una bocanada de humo oscuro que se desvaneció en el aire.

Entonces lo vio.

Un fuego rodeándola. Voces gritando su nombre. Una figura alta entre las llamas. Y unos ojos rojos, profundos y vacíos, que la miraban con una mezcla de dolor y poder.

—¡Montse! —Miranda la sujetó, evitando que se desplomara.

Montse jadeaba, con las pupilas dilatadas y el corazón desbocado. La marca brillaba como si hubiera absorbido parte de esa visión.

—¿Qué fue eso? —preguntó, temblando.

—Una memoria sellada... No es la primera vez que te enfrentas al fuego —respondió Miranda con pesar—. Dentro de ti hay algo antiguo, algo que fue encerrado... y ahora empieza a despertar.

Esa noche, Montse se sentó frente al espejo roto. Por primera vez, notó algo diferente en su reflejo. Por un instante —solo un instante— los ojos que la miraban no eran los suyos.

Eran rojos. Y esperaban.