La vida siempre encuentra la manera de hacerte pagar el daño que haces a los demás. Puedes llamarlo karma si quieres, yo todavía no sé cómo decirle, pero sé que existe. Una fuerza invisible que te devuelve todo lo que haces en esta vida. Comprobé su existencia de la peor manera. Hice tanto mal… y la vida se encargó de devolverme todo con creces.
Newton tenía tanta razón al decir que cada acción tiene su reacción. Cada acto tiene su consecuencia, cada suceso tiene su resultado... En esta vida cosechas lo que siembras.
Habían pasado años desde que había encontrado placer al humillar a los demás, pero yo seguía pagando por todo aquello. ¿Que si me arrepentía de lo que hice? Por supuesto. No tuvieron que pasar años para que el arrepentimiento llegara. Bastaban un par de segundos tras ver la humillación pública de los chicos que torturaba para sentirme como una escoria. Había estado buscando hacer ver a los demás miserables para no ser la única sintiéndose así, pero al final siempre me encontraba peor. Ver en sus ojos cómo se desmoronaban por dentro… Yo mantenía mis paredes arriba y traía abajo las de los demás con unas cuantas palabras.
Por mucho tiempo mantuve la esperanza de que alguien dijera algo, que no se dejara hacer por mí y me plantara cara, que me hiciera pagar por la degradación que llevaba a cabo, pero nadie se había atrevido.
Yo era la abeja reina en aquel lugar. Yo mandaba. Era mi reino y los demás mis súbditos. Era admirada por muchos y odiada por más. No era raro que nadie se atreviera a ir en mi contra, puesto que era peligroso nadar contracorriente; si te atrevías a ser diferente, era como si pintaras un blanco sobre tu frente deseoso de ser atacado.
Los adolescentes podíamos llegar ser crueles, sobre todo si sentíamos que no teníamos nada que perder.
Como yo.
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Coloqué las manos a los lados del lavabo del baño y miré el reflejo que me devolvía el espejo frente a mí.
Azul. Mis ojos eran de un color azul oscuro, pero ese día en especial me recordaban al color del mar en medio de una tormenta; profundos y sombríos, como si miles de secretos se ocultaran debajo de la superficie, secretos que muy pocos —por no decir nadie— conocían.
Reí sin humor cuando este pensamiento ridículo llegó a mi mente. A veces, en mis peores días, podía ser bastante dramática. El color de mis ojos no tenía nada qué ver con lo que sentía ese día en especial, pero combinaba a la perfección con mis emociones.
Había despertado muy temprano debido a una pesadilla que me había dejado temblando y el amargo sabor de boca que tenía no se fue ni siquiera después de haberme tomado mi café. Había imaginado que aquellos horribles sueños habían quedado atrás, pero me di cuenta del gran error que cometí al pensar aquello.
Noté las bolsas oscuras debajo de mis ojos y agradecí que existiera el maquillaje y Photoshop, de otra manera las fotos de la sesión que acababa de terminar no hubieran servido de nada. Buscaban a una chica guapa y llena de vitalidad, no a una que pareciera enferma; estado que yo aparentaba.
Dejé escapar un suspiro cansado y me incorporé para lavarme las manos antes de empezar a maquillarme. Las sequé por encima de mi blusa y traté de ignorar lo mucho que estaban comenzando a marcarse mis costillas debajo de la ropa. Tomé una gran cantidad de corrector en la yema de mis dedos y lo apliqué de tal manera que disimulara las sombras causadas por el poco sueño que estaba teniendo esos últimos días. Me pinté los labios de un color vino, apliqué algo de rímel y, enderezando mis hombros, planté una sonrisa en mi rostro.
No iba a dejar que nadie viera lo débil que me sentía y tratara de aprovecharse de ello. Si algo no había cambiado con el tiempo, era que seguía siendo muy orgullosa.
Una llamada entrante hizo vibrar mi celular contra la superficie del lavabo y sonreí al darme cuenta de que era Reil, fotógrafo de la agencia y gran amigo mío, por no decir el —único— mejor.
—Ya voy, ya casi termino —contesté. El murmullo de voces al otro lado me dijo que aún seguía en el edificio.
—Bien, te espero en mi auto entonces.
Colgó sin darme la oportunidad de estar de acuerdo y no pude hacer más que apresurarme. Tomé mi pequeño bolso sobre el mostrador, guardé mi maquillaje y salí del baño de los vestuarios con rumbo al estacionamiento. A pesar de que no me sentía de buen humor, caminé con los hombros rectos y el mentón ligeramente alzado. No me importaban los murmullos de las demás modelos diciendo lo zorra que yo era; por ahí había salido el rumor de que me había acostado con solo Dios sabe cuánta gente para ser la imagen de aquel producto tan vendido, pero no le tomaba importancia.
Ser bonita y buena en lo que hacía no parecían ser suficientes razones ante sus ojos para merecer aquello. Creían que tenía que escalar aprovechándome de los demás y no me sorprendía. Por mucho tiempo había sido así. Humillando a la gente, pisando y pasando sobre ellos. Pero esta vez no. El trabajo tan codiciado por las demás lo había obtenido yo con mis méritos y el portafolio que Reil me había ayudado a armar.
Coloqué unos lentes oscuros sobre mi rostro una vez que salí del edificio y caminé con paso decidido hacia su auto, no sin pasar por alto las miradas que me lanzaban los demás; miradas llenas de deseo y odio, tanto de hombres como mujeres.
Sonreí. A pesar de todo me gustaba seguir siendo capaz de despertar esas emociones tan fuertes en los demás. Me gustaba sentirme importante.
Encontré a Reil apoyado sobre la puerta de su coche hablando con una rubia alta y flaca, una de las modelos con las que de vez en cuando él hacía sesiones. Cuando sus ojos ocultos tras las gafas de sol me vislumbraron, una sonrisa torcida apareció en sus labios.
—Nos vemos luego, Lena —escuché que decía a la rubia antes de separarse de la puerta y encaminarse hacia mí. Quitó sus gafas colocándolas en la cima de su cabeza y me encontró a medio camino, sus ojos analizando mi aspecto—. Te ves muy flaca, Ross —señaló frunciendo el ceño, haciendo alusión a mi apellido—. ¿No has estado comiendo bien?