Sin Whisperers

1 - Lunes nefasto

 

 

 

El lunes es uno de los días más odiosos de la semana, tan solo por el simple hecho de que hay que ir a trabajar después de pasar un espléndido fin de semana que no quieres que nunca se acabe. Pero mi vida era lo suficientemente aburrida para que ese detalle no me importara. Al fin y al cabo, el fin de semana lo había pasado como la mayor parte de los fines de semana: en casa durmiendo, jugando a la consola, viendo la televisión y poco más. Tal y como era de anodina y rutinaria mi existencia perdía muchas veces la noción del tiempo y para mí un lunes era igual que un martes o un miércoles: un día más para olvidar.

Muchas veces trataba de animarme pensando a primera hora de la mañana que aquel podía ser un día memorable. No sabía lo que me esperaba. Bien podía ser testigo de algún evento fuera de lo común y emocionante como una persecución policial, un perro que se escapara y provocara un accidente o cualquier otra cosa. Deseaba más encontrarme con alguna chica realmente bella que me cautivara, me enamorara y con la que pudiera tener algún idilio. Cuántas veces he soñado con algo así. Innumerables. Era el deseo ferviente de un cambio radical que le diera emoción a mi vida.

Estoy seguro de que a veces tú también tienes ese deseo de que las cosas giren de tal forma que rompan con la rutina y te espabilen un poco. Seguro que sí. Pues permíteme que te haga una advertencia: ten cuidado con lo que deseas, porque lo peor que puede pasarte es que se haga realidad.

¿Que por qué digo esto? Pues por el simple hecho de que un lunes cualquiera me pasó. ¡Y encima era un día en el que no quería que pasara nada en especial! Yo no sé quién es el que escribe el destino de los hombres —si es que existe—, pero tiene un peculiar sentido del humor que bien podría metérselo por…

Comenzaré de una vez la historia que me atañe y que arranca un lunes por la mañana, con un despertador sonando a las siete en punto. Lo curioso de los despertadores es que suelen tener una alarma repelente que parece estar diseñada expresamente para que los apagues cuanto antes. Este era de esos, pero con un cacareo de gallo mañanero con el volumen sobradamente alto. Normalmente, me levanto de inmediato y lo apago, pero aquel día no. Tenía tanto sueño por haberme acostado tarde que, en vez de eso, alargué el brazo tratando de alcanzar el botón que erradicaría la voz del gallo. Lo malo era que estaba tan lejos de mí que solo lo tocaba con la yema de dos dedos, así que, intentando estirarme más y más, me topé con el inconveniente de que ya no había más cama, sino suelo. Me di de bruces contra él, golpeé la mesa sin querer y el gallo se balanceó cacareando sin cesar… hasta que me cayó en la cabeza y se rompió.

Al menos, se había apagado.

—¡Josh! —dijo mi madre medio dormida plácidamente en su cama—. No des golpes, hijo.

—Sí, mamá.

Acudí a trabajar puntualmente. A las ocho y media ya estaba tecleando el código secreto que abría la cerradura electrónica y que me permitía acceder al laboratorio. Bueno, no era exactamente un laboratorio, se trataba de una habitación grande llena de estanterías de hierro formando cuatro pasillos y flanqueados por unas mesas llenas de trastos y ordenadores viejos. Mi puesto estaba al fondo del pasillo central, así que acudí a él y me senté. Había una nota de mi compañero, escrita el viernes por la tarde, y que decía:

 

He dejado un par de pelis en el servidor. No me las borres.

 

Lo de siempre. Y eso que teníamos el servidor con problemas de espacio. Para colmo, la gente se piensa que los informáticos no hacemos nada, que estamos todo el santo día sin dar un palo al agua. Pero si solo había que echar un vistazo alrededor: notas de incidencias aún por resolver, trastos viejos por ordenar, ordenadores que arreglar… Estaba hecho un desastre. Con decir que había perdido el cargador del Nokia hacía tres semanas y seguía buscándolo entre todo aquel caos…

Pues nada, bendita la hora en la que se me ocurrió buscarlo. Después de ordenar un poco mi escritorio —el de mi compañero era misión imposible— y de resolver un par de incidencias urgentes, me dio por colocar unos monitores en las estanterías. Miré el reloj. Ya era la hora de que mi compañero estuviera allí. Como siempre, el transporte público le hacía retrasarse unos minutos. Si tan solo me hubiera esperado eso mismo, unos simples minutos, no me habría pasado nada. Pero no. ¿Nunca te ha pasado que das más importancia a un objeto que a tu propia seguridad? A mí sí, y se llama cargador de móvil. Subí un par de monitores a lo alto de la estantería sin darme cuenta de que uno de ellos no estaba bien colocado y resultaba peligroso. Me agaché para buscar en unas cajas que habían quedado a la vista en el suelo.

La puerta se abrió de par en par y entró mi compañero con su peculiar entusiasmo gritando: «¡Qué pasa, tíooo!». Del susto que me di, me golpeé con la cabeza en el estante de arriba, el monitor se balanceó y se vino abajo justo sobre la parte trasera de mi cabeza y mis hombros, aplastándome contra el suelo. Mi compañero, tan pachón él, se acercó sin muchas prisas. Yo creo que ha visto tantas películas de acción y jugado a tantos videojuegos violentos que ver a un tío en el suelo manando sangre con un monitor de tubo de diecisiete pulgadas marca HijoPuta sobre la espalda no le causa demasiada impresión. Lo único que se le ocurrió fue quedarse mirándome y exclamar con guasa: «Pedazo de hostia, ¿no?».

Cualquiera habría dicho que era para morirse de risa. Pues a mí no me hacía ni pizca de gracia. Morí de verdad.




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