Sin Whisperers

3 - Cerbero

 

 

 

Después de un buen rato, la cola se había acrecentado considerablemente, casi quintuplicaba el tamaño inicial de cuando yo me había incorporado y, sin embargo, la sala podía albergar a muchísima gente más. Todos aguardábamos pacientemente a que la fila avanzara, y ninguno sabíamos para qué estábamos ahí. En un momento de descuido de los centinelas, se lo pregunté susurrando al que tenía delante. Tan solo se encogió de hombros y me respondió: «Supongo que será la cola del paro». Los dos miramos atrás tratando de hacer un cálculo aproximado de los presentes. Llegamos a la misma conclusión: el paro había aumentado una barbaridad.

Otro buen rato después, la cosa seguía igual. De vez en cuando, echaba un vistazo al mostrador y veía a los operarios, que cada vez eran más, arremolinados delante del monitor. Estaban notablemente alterados y discutían por lo bajo entre sí. Aunque con la acústica de la sala se les oía perfectamente. No tenían ni idea del error que el ordenador les estaba dando y no podían hacer nada. Se planteaban la posibilidad de avisar al jefe, pero algunos estaban en desacuerdo. Al final, a uno se le ocurrió una gran idea e incitó a un compañero a que preguntara si había algún informático. Este levantó la cabeza y alzó la voz diciendo: «¿Algún informático en la sala?». Ya solo me faltaba eso: hacer horas extras. No tenía ninguna gana, así que en el primer aviso me limité a mirar si alguien alzaba la mano. Volvió a preguntarlo. Todos callados. Me lo pensé mejor. Me vino la idea de que si ese problema con el ordenador no se arreglaba, estaría en esa cola durante mucho más tiempo, así que levanté la mano. Uno de los centinelas vino y me sacó de la fila. Me acompañó al mostrador y, por una puertecilla, pasamos al otro lado. Al llegar, me cedieron el asiento y me explicaron el problema:

—Verás, de buenas a primeras nos ha salido este error cuando hemos hecho una consulta en la base de datos. Le damos a aceptar, pero al hacer otra consulta vuelve a salirnos lo mismo.

Lo primero que me saltó a la vista fue el cartel «Cerbero IV» pegado tanto en el monitor como en la torre. Curioso nombre. Lo segundo fue que el citado ordenador era un Pentium III. Un poco… demasiado antiguo. Lo tercero, y más chocante aún, fue el error en cuestión: «Database open failed. Error 30100: Server is bad and is upset with you». Y pensaba que ya lo había visto todo. Todo, salvo un mensaje que indicaba que el servidor era malo y estaba cabreado con el usuario. La verdad es que no sabía si era una broma de uno de los operarios o real, pero imaginé que sería cierto porque de lo contrario no estarían tan preocupados con la cola parada y acumulando gente. Pero… ¿por dónde coger un problema así? Si no tenía ni puta idea de qué podía pasarle. En fin, tendría que actuar como de costumbre en esas situaciones. Puse cara de póker y tecleé algunas cosas. Probé a hacer una consulta y miré un par de iconos de la barra de tareas que no tenían nada que ver con el asunto. Hice una mueca con la boca que me daba un aire a Sherlock Holmes haciendo suposiciones. Ejecuté un par de comandos y me recliné sobre la silla a pensar. Todos me miraban esperando alguna aclaración al respecto. Una de las mejores cosas de mi profesión es que, aunque no tengas la más remota idea del problema, normalmente el usuario tiene mucha menos, con lo que ya puedes soltarle un par de tecnicismos que no vengan al caso porque, como no entienden ni jota, no se atreverán a poner en evidencia su ignorancia preguntando.

—Va a ser el cortafuegos —dije al fin.

—¿Ves? Te lo dije —saltó uno a otro—. El puto cortafuegos.

… Aunque a veces ponen en evidencia su ignorancia dándote la razón cuando no la tienes.

Saqué el panel de control del cortafuegos y toqué algunas casillas al azar de forma lenta. Realmente, estaba intentando ganar tiempo para pensar en la raíz del problema. ¿Que el servidor es malo y está cabreado con el usuario? Vaya, pues yo en esos casos me cargaría el servidor para, por lo menos, quedarme a gusto con la venganza. Bueno, no tenía una idea mejor. Así que pregunté por la ubicación del servidor. Se miraron entre ellos como si buscaran una respuesta y finalmente pensaron que no había otro remedio. «Ven por aquí», me dijo el usuario al fin. Me llevó a una puerta que ocultaba unas escaleras de caracol que bajaban por un pasaje estrecho y cálido. Llegando al final, la luz entraba a raudales y un fuerte murmullo, como si de una lenta catarata se tratase, resonaba con constancia. Llegamos a un puente de piedra tan fino que daba la impresión de que se quebraría con el peso de una pluma. Justo por debajo pasaba un río de lava que, a paso lento, se desplazaba hasta una pequeña cascada para ir a parar a un lago. Mi guía cruzó el puente como si nada. Yo me quedé inmóvil sin atreverme a seguirlo. No sabía si lo del guía era valor o inconsciencia, ¡pero aquello era un río de lava! Él se dio la vuelta justo en la mitad del arco y me incitó a seguirlo. Me negué en rotundo, señalándole el evidente peligro.

—¡Oh, venga, vamos! ¡Estás muerto! Las almas no pesan, con lo que el puente no va a ceder.

Fue la primera noticia que tuve de que estaba muerto. Luego, até los demás cabos: Cerbero, río de lava…

—¿Esto es el Infierno? —pregunté horrorizado.

—No. En realidad, es el campo del Atleti —contestó con falsa ironía—. ¿Tú qué crees? Anda, ven conmigo.

Muy a mi pesar estaba muerto, así que no tenía nada que perder. Di unos pasos adelante, no sin miedo y titubeo, y comprobé que era verdad lo del peso. El puente parecía sólido bajo mis pies y crucé con bastante confianza. Al otro lado esperaba mi guía encendiendo una antorcha en el río de lava y se adentró en una gruta que atravesaba una gran montaña de roca. Tras caminar cincuenta metros a la luz de la madera ardiendo, sin que se fuera consumiendo, llegamos a una sala enorme y oscura. El fuego de la antorcha era devorado por la negrura más profunda que hubiera visto jamás. El suelo era un lago helado con una tenue neblina que no se levantaba más allá de la rodilla.




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