Siniestro

La operación

Después de días de incertidumbre y largas horas de espera, Marisol se sometió a la operación ocular. Los vendajes sobre sus ojos eran un recordatorio constante de su vulnerabilidad.

La oscuridad la envolvía, pero lo que más le inquietaba no era la ceguera temporal, sino el silencio pesado que la rodeaba. El hospital con su constante zumbido de máquinas y pasos apresurados, de pronto parecía más quieto. Más sofocante.

El tiempo avanzaba lento, cada día más pesado que el anterior. Marisol sentía como si las paredes se cerraran a su alrededor, robándole el aire.

Las horas se estiraban como una cuerda a punto de romperse, cada tic del reloj se hacía eco en su mente. El miedo la invadía a cada instante: ¿y si todo había salido mal? ¿Y si la oscuridad era ahora su única compañera para siempre?

Finalmente, llegó el día. Los médicos, con una calma que parecía fingida, entraron en su habitación. Marisol escuchaba el crujir de los guantes y el suave roce de las tijeras al cortar las vendas. Su respiración se aceleraba, pero mantuvo los ojos cerrados. No aún, se repetía. No estoy lista.

—Vamos a empezar —dijo uno de los doctores, pero su voz sonaba lejana, distorsionada, como si viniera desde el fondo de un túnel.

Sentía cada capa de gasa deslizarse sobre su piel, y aunque sabía que el momento de la verdad estaba cerca, no podía detener el pánico que crecía en su pecho. Cuando la última venda cayó, Marisol abrió los ojos lentamente. Pero todo lo que vio fue… nada. El negro seguía allí, inmenso, impenetrable.

—¿Y? —susurró, con su voz temblando.

Los médicos no respondieron al instante. Solo intercambiaron miradas. Entonces, uno de ellos le apretó la mano con demasiada fuerza.

—Es normal que tome tiempo —dijo con una calma que a Marisol le resultó insoportablemente forzada.

Durante los días siguientes, el mundo seguía siendo un borrón. La luz no llegaba, pero las sombras sí. Se sentían como presencias, como algo escondido detrás de esa negrura constante. En las noches, Marisol escuchaba cosas, pequeños crujidos que no podía ubicar. Intentaba dormir, pero las horas se estiraban en una inquietante vigilia, mientras su corazón martillaba en su pecho, esperando que esa oscuridad no ocultara algo más.

Y entonces, una mañana, algo cambió.

Los rayos de luz atravesaban las cortinas, aunque débiles y distantes, como si el sol estuviera luchando por alcanzar su cuarto. Marisol parpadeó, sintiendo cómo sus ojos se forzaban por adaptarse. La luz regresaba poco a poco, pero no como ella había esperado. No era cálida, no era tranquilizadora. Era fría, casi helada, como si trajera consigo algo que no pertenecía a este mundo.

Al abrir los ojos completamente, lo primero que vio fue a Elena, su hermana, parada en la esquina de la habitación. Elena no sonreía, simplemente la miraba fijamente, inmóvil, casi como si no respirara. El aire estaba cargado de algo extraño, una tensión que hacía que la piel de Marisol se erizara.

—¿Estás despierta? —preguntó Elena, pero su voz sonaba extraña, como si viniera de otra persona.

Marisol asintió lentamente, su boca estaba seca, sus palabras atrapadas en su garganta. La luz que llenaba el cuarto no disipaba las sombras que se aferraban a las esquinas. Algo estaba mal. Muy mal.

—Ven, levántate. Quiero mostrarte algo —dijo Elena, con un tono que le hizo sentir un frío en la columna. No era una sugerencia; era una orden.

Marisol se levantó, insegura, sus piernas temblaban mientras seguía a su hermana fuera de la habitación. El pasillo del hospital, que antes había sido un lugar de tránsito y ruido, estaba en completo silencio. Cada paso resonaba como un eco distante. Las luces parpadeaban, creando sombras que parecían moverse a su alrededor. Marisol parpadeó, intentando enfocar su vista, pero cada vez que lo hacía, las sombras parecían cambiar de lugar, como si estuvieran vivas, acechándola.

Elena caminaba sin mirar atrás, sus pasos eran ligeros pero extrañamente calculados.

Llegaron a la sala de estar, donde su familia la esperaba. O, al menos, eso creyó al principio. Sus padres y Martín, su hermano menor, estaban allí, pero no se movían. Estaban sentados en el sofá, inmóviles, con sus rostros sin expresión.

Los ojos de su madre, normalmente cálidos, estaban vacíos, como si alguien hubiera apagado su brillo. El dibujo en las manos de Martín era un garabato confuso, líneas torcidas y manchas oscuras que no parecían tener sentido.

—¿Marisol? —dijo su padre, pero su voz era hueca, carente de vida, como si viniera de una garganta que ya no sabía hablar.

Marisol retrocedió un paso, con sus ojos llenándose de lágrimas. Algo está mal. Esto no es real. Pero no podía moverse, no podía huir. Algo la mantenía allí, atrapada en esa sala con las figuras que una vez había llamado su familia, pero que ahora parecían extraños.

De repente, Elena tomó su mano, su agarre era firme y helado. Marisol la miró, y lo que vio en sus ojos le arrancó el aliento. No había nada en ellos. Ninguna emoción, ningún rastro de su hermana. Eran solo vacíos, pozos profundos que la miraban sin realmente verla.

—Ven —dijo Elena, en un susurro. Pero esta vez no fue una invitación. Fue una sentencia.

Marisol no podía escapar. El mundo a su alrededor, que por un momento había prometido luz y vida, se desmoronaba de nuevo en la oscuridad. Y esta vez, no había escapatoria.




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