Marisol y los Susurros
Elena sabía que hablar más de la cuenta con Marisol era un riesgo. Un miedo latente la envolvía porque sabía que estaba entrando en un terreno del que, una vez dentro, no había salida. La oscuridad de aquella casa no era normal; había algo más, algo que se movía entre las sombras y parecía escuchar cada palabra.
Esa noche, la casa de los Sánchez parecía estar viva. Afuera, la luna apenas asomaba, dejando que la oscuridad se derramara por cada rincón como un líquido espeso. Marisol sentía cada segundo en su cama, con una sensación de opresión en el pecho. El aire era helado, y cada sombra en la habitación parecía tener ojos, boca, y susurrar cosas que ella no podía entender.
Al otro lado de las paredes, el silencio era tan profundo que resultaba inquietante, como si el propio tiempo se hubiera detenido para presenciar algo aterrador. Todo estaba en calma, pero en esa calma, cada crujido de la madera o el ligero viento que hacía gemir las ventanas sonaban como voces deformadas. Marisol se aferró a sus sábanas con los nudillos blancos, sin poder apartar los ojos de los rincones más oscuros, temiendo que de allí surgiera algo.
Los recuerdos del día la atormentaban, reviviendo los secretos susurrados que se entrelazaban con el murmullo insidioso en la oscuridad. Parecía que las paredes respiraban y, por un instante, juró ver una figura moverse en la esquina de su habitación.
Un susurro rompió el silencio, era apenas un murmullo, pero lo reconoció al instante. Era una voz familiar, una voz que no debería estar ahí. El pánico la inmovilizó. Tragó saliva, sintiendo cómo el frío le quemaba la garganta.
—¿Quién está ahí? —preguntó con un hilo de voz, sin despegar la mirada de la oscuridad. No se atrevía a moverse.
Las sombras parecieron condensarse, y frente a ella, lentamente, surgió una figura delgada y encorvada. Su piel era gris y su presencia helaba la sangre. Marisol no podía moverse, ni gritar. Solo podía ver cómo esa figura se materializaba hasta tomar una forma definida: la de su abuela, muerta hacía años.
—Abuela… —balbuceó, sin atreverse a respirar profundamente.
La abuela la observaba con ojos opacos y tristes, como si llevara décadas cargando un peso imposible de soportar. Cada arruga en su rostro parecía contar una historia de dolor y pérdida, y cuando habló, su voz era un susurro de ultratumba.
—Marisol, tienes que escucharme —la voz era quebradiza, como si viniera desde lo más profundo de la tierra—. Esta casa guarda secretos oscuros… cosas que te acechan en las sombras. No estás a salvo.
Marisol sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. No sabía si estaba soñando o si aquello era real, pero las palabras de su abuela eran demasiado claras. Demasiado vívidas. Intentó preguntar qué debía hacer, pero su voz se quebró en un sollozo ahogado.
—Confía en tu instinto… no dejes que te engañen —advirtió la abuela, su voz temblaba con el eco de algo siniestro—. Hay algo en esta casa que no pertenece aquí.
Marisol quería salir corriendo, pero sus piernas no respondían. La abuela se fue desvaneciendo, como si se disolviera en el aire, dejando un vacío insoportable en la habitación. Marisol se quedó allí, sin atreverse a moverse, sintiendo cómo cada sombra parecía acecharla, como si estuviera esperando el momento justo para abalanzarse.
Los muebles crujían como si susurraran entre sí, y la habitación se había llenado de un olor a humedad y podredumbre. La mente de Marisol intentaba aferrarse a algo racional, algo que pudiera explicarlo, pero era imposible. Todo lo que había aprendido sobre el mundo parecía estar desmoronándose.
—¿Qué es todo esto? —murmuró, apenas siendo consciente de sus propias palabras. Las lágrimas se acumulaban en sus ojos, pero no podía soltarlas.
Su abuela se había desvanecido, pero algo quedaba en el aire, algo que no podía ver pero que sentía como una presencia helada. Entonces, en un rincón oscuro, vio un destello. Algo brillaba en la oscuridad.
Avanzó, obligándose a moverse pese a que su cuerpo se sentía como si estuviera sumergido en agua helada, camino por los pasillos hasta una vieja habitación que se abrió sola. Llegó a un viejo arcón, uno que nunca había visto antes en la casa. La madera estaba deteriorada, pero tallada con símbolos extraños. Marisol se inclinó, y al abrirlo, el aire frío y rancio la golpeó en la cara. Dentro, había objetos viejos: libros, amuletos, y una fotografía.
Marisol levantó la fotografía con manos temblorosas. Allí estaba su abuela, de pie junto a alguien a quien no conocía. Era una figura oscura y borrosa que la miraba desde la fotografía, como si pudiera verla a través del tiempo.
Sintió algo rozar su espalda. Giró rápidamente, pero no había nadie allí. El miedo la envolvía como una niebla densa, y su respiración se volvió errática. Sabía que debía irse de la habitación, pero algo la retenía allí. Algo que le susurraba al oído en un idioma que no podía entender.
El aire se tornó pesado y el frío calaba hasta los huesos. Todo lo que había aprendido sobre la vida y la muerte se desmoronaba en ese momento, y Marisol se dio cuenta de que no estaba sola. Nunca lo había estado. Las sombras parecían respirar, y en ellas, algo la miraba con hambre, esperando el momento justo para reclamarla.
Sin poder soportarlo más, Marisol se dio la vuelta y corrió por el pasillo. Sentía que algo la seguía, algo que se arrastraba por el suelo y emitía un susurro incesante. No podía mirar atrás. No debía mirar atrás.
Cuando llegó al final del pasillo, vio la puerta entreabierta. Estaba segura de que la había dejado cerrada. Sabía que cruzarla significaba adentrarse aún más en lo desconocido, pero quedarse ahí era impensable. Temblando, empujó la puerta, y lo que vio al otro lado la hizo gritar, pero no salió ningún sonido de su boca.
Las sombras se alzaron como un manto, envolviéndola por completo. La fotografía cayó de sus manos, y lo último que sintió fue un aliento frío en su nuca, y una risa distorsionada que se fundía con la oscuridad.
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Editado: 30.10.2024