Siril Geaster

I.

Aún veía los fantasmas y ellos a mí, aún escaseaba el dinero y el trabajo también, aún dormía con una lámpara a mi lado; la diferencia era que en ese tiempo, por lo menos, podía mantenerla encendida. Claro que eso no los impedía de sus visitas nocturnas, pero me reconfortaba saber que había una luz que no se apagaría al ellos marcharse, incluso cuando mi madre se marchó, esa luz jamás se apagó.

Mi nombre es Amethystina Siril Geaster, entre confianza me llaman Siril, como a mi madre, Siril Geaster. Mi padre jamás me reconoció, y yo tampoco a él. Creo que por eso he decidido contar mi historia, para que, si alguien lo conoce, le diga que existí y le haga saber lo que fue de mí, mediante estas memorias.

 

El inicio de todo fue una carta.

La casera no era de fiar, razón por la cual indiqué al cartero que mi correo lo traería en persona yo misma cada lunes de la semana. Colocarme las mallas debajo del faldón recordóme la primera vez que vi a uno, o a una, ya que era mujer; ella venía de esa época terrible y oscura, completa en horrores y vacía en esperanza, aunque a mis ojos la humanidad se encaminaba a lo mismo; cada vez menos libertad, menos recursos, menos avances, más retroceso, más sufrimiento y pobreza. Lo último no era problema, siempre fui pobre.

Calcé los botines, únicos que poseía además de los zapatos de charol desconchado, cogí mi chaqueta con revuelos en las mangas, tomé el conocido pin con mi nombre y mi cargo en él, junto al diminuto escudo de la República, denotando que trabajaba para el gobierno. En mi pequeño bolso ovalado y tieso, encerré mi emparedado que consistía en dos rebanadas de pan seco y duro, un hilo delgado de queso al medio y un poco de manteca de cerdo para engañar al estómago y darle más sabor. Las borlas de mi sombrero se deshacían día con día, pero era el único que tenía también, así que lo planté sobre mi recogido de nuca y me abrí paso fuera del cuarto.

—Hoy se paga el cuarto, Siril. No lo olvidés —dijome la cacera, al verme cruzar el pasillo central, como cada mañana.

—No, Mecce, ¿cómo? Si me lo recordás desde hace una semana —respondí a la vieja, sin detenerme.

Recuerdo que las pareces de mi cuarto estaban descoloridas y olían a humedad, en el suelo se formaba una pasta ligosa si no lo tallaba cada semana y del techo escapaban crujidos cada vez que alguien caminaba en la tercera planta; el pequeño retrete estaba allí mismo, junto a otro pequeño lavamanos, ambos se obstruían cada mes, sin falta, y liberaban un hedor espantoso por toda la recámara, que no era más grande de cuatro metros cuadrados, pero no me alcanzaba el salario para más. Entre mis posesiones estaban un baúl con mis vestidos reglamentados por el gobierno, y la vieja casaca con la que llegué. Además de eso, tenía mis libretas, donde escribía mis vidas, las vidas que ellos me daban a probar, las vidas que me permitían ver cuando me tocaban en la noche, cuando se metían en mis sueños y me mostraban su pasado, el mundo como era antes, el horror que era en ese entonces. Ellos venían de todas partes y estaban en todo momento, observándome, observándonos. Lo sé muy bien ahora.

Caminé con la seguridad que la luz del día me permitía poseer, era al llegar la noche que la verdadera vida comenzaba, que la muerte me tocaba, y llegué a la oficina de correo más rápido de lo que pensé. El sol indicaba que eran las ocho de la mañana.

Entré en el espumoso aire de la oficina gubernamental del correo, con sus paredes blancas y pulidas, tan incoherente con la pobreza que le rodeaba, pero gracias a las ropas que el gobierno dábame para mi trabajo, no desentonaba del todo, no como la gente del pueblo que entraba a recoger las cartas de sus hijos en el extranjero. En ese tiempo las cartas eran algo innecesario ya, las llamadas electrónicas u hologramas lo solucionaban todo, pero la pobreza no. No muchos podíamos costearlos.

—Buenos días, Gerome —saludé al francés en su idioma, que aprendí a dientes y uñas por mis propios medios, leyendo un viejo y amarillento libro, traduciéndolo en partes en la biblioteca pública.

—Buenos días, Siril. —Sonrió con su peculiar galantería. No lo vi a los ojos, nunca lo hacía, ni con él ni con nadie. Las razones se sabrán después—. Aquí tiene usted sus cartas.

Me tendió dos pequeños trozos de plástico que contenían las cartas y un inusual sobre de papel mantequilla; en ese tiempo el papel ya era algo casi innecesario también, excepto para mí, porque escribir me liberaba de las penas ajenas. Allí mismo abrí el sobre. Apartéme a un costado del recibidor de cristal para que otros pudiesen solicitar su correo, y me enterré de lleno en la apertura del sobre. La duda me consumía en los segundos que tardé en abrirlo, recuerdo a la perfección que era lo más elegante y delicado que había visto en mi vida, hasta que extraje el contenido. Era una invitación estampada en oro, sobre un papel ligero y suave cual la seda, en ella se leía:




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