Siril Geaster

V.

La decisión fue tomada, no había opción de retroceder.

¿Cuánto me arrepiento de mis decisiones? Díganles a todos que nada, que no me arrepiento ni un instante de aquello que me encaminó al sendero de la verdad. 

Sobre la mesilla de vieja madera de pino, junto a la lamparilla de aceite, allí estaban las dos lujosas cartas.

 

Con mi más sincero agradecimiento os saludo, a vos, que habéis impregnado mi vivir con vuestra presencia, a vos, por aceptar ésta mi humilde invitación. Gracias.

Mi representante legal, el honorable señor Archeri Hochsetteri Clathus, con extendidos reconocimientos a lo largo y ancho de la República, llevará a finalidad los detalles últimos para que podáis acompañarme en la celebración de mis 150 inviernos.

No escatiméis en gastos que abundante es el banquete y ancha la meza, no procuréis traer nada porque nada necesitaréis, avanza en confianza y plena seguridad, porque mis alas os protegerán contra cualquier adversidad.

Vuestro,

Paxillus Mallorca de Laccaria.

 

Y así, “con sus protectoras alas” el demandante y todopoderoso Paxillus Mallorca sella y remite una carta, una declaración, una orden. Y así, me dispuse a cumplirla.

Aún no había nada para alimentarme. El hambre me mataba. Mi estómago era una tira delgada y contrayéndose a cada minuto, la vista se nublaba si empleaba mucho esfuerzo, pero debía culminar un día más. Empezarlo primero.

El viento me azotaba con potencia (o eso me parecía, quizá solo estaba demasiado débil), a cada paso que daba, más cerca de mi edificio, sentía que dejaba una parte de mi detrás, no solo de mis emociones, de mis sentidos, sino de mi cuerpo. Aunque los pantalones de alta cintura son eran mejor prenda y en mejor estado, al ser usada una única vez por semana, sentía el frío de la madrugada atravesando mi piel. Escapé, otra vez, de mi cuarto, a temprana hora.

Era en ese vacío matutino, en esa penumbra anterior al azote de la luz, que los veía con más claridad, casi tanta, que en ocasiones les confundía con los vivos. En ese silencio fúnebre de hambre y miedo, ocurrióseme que podía ser que estaba aceptando la invitación por las razones contrarias: Escapar de mi pobreza.

No era nada malo, supongo, querer algo mejor para tu vida, querer salir de la oscuridad, el frío, el hambre, el fracaso, y obtener algo más, mejor. El problema era cómo lo obtenía.

El directivo dióme mi primera oportunidad, y es algo que aún no olvido, que me hace escocer el pecho como si palpitase con mente propia, pero de igual manera lo rechazaba. ¿Qué manera de agradecer era esa?

A él, en esos días primeros, lo memoro con la lucidez de un moribundo, comparado con el enorme retrato que de él poseo ahora. Toda la tristeza que me regalaba al pasar por mi lado, toda esa carga pesada y tanta oscuridad en su aura, por instantes creía que era uno de ellos, un fantasma entre carnes vivas, hasta que descubrí el corazón palpitante debajo; todo en un par de días, todo por una invitación.

Era una novicia, tardé tanto tiempo en entender que no era necesario que él supervisara mis manuscritos, que su presencia no era necesaria en los pisos de redacción, que con una orden suya, cualquier otro empleado podría ir en persona a pedir por las encomiendas. Pasé tanto tiempo pensando en los muertos, que desconocía a los vivos a mi alrededor.

 

La gabardina de terciopelo, y en el bolsillo derecho, una pequeña carta doblada y sellada con cera de vela, (no tenía dinero para una estampa, o cera fina y un sello). Nerviosa como nunca, decidida como pocas ocasiones, a decir, con letras, lo que mi alma callaba.

De nuevo, sujetéme del borde de mi cubículo, con las mejillas absorbidas y el semblante hecho polvo, era lo que el reflejo en la pared reluciente me dictaba. Tomé un poco de agua del dispensador automático en mi cubículo y mis rodillas temblorosas se calmaron.

La falta de concentración estuvo al día y la hora, con un sueño pesándome los párpados y aquella molestia incesante en la base mi nuca. ¿De verdad lo haría? Sí, ya estaba hecho, estaba en papel. Busqué la gabardina colgada en la diminuta percha que emergió de la pared y esculqué en su interior para obtener la pequeña carta.

El papel era un tanto amarillento y olía a viejo, pero dentro, todo era latente y nuevo para mí. En pocos minutos tendría la oportunidad de entregársela y despedirme por última vez, porque ese don indicábame que no regresaría jamás a esa ciudad.

El intendente surgió en la pantalla holográfica, apagada ya, antecedido por una alerta de llamada entrante.

—Siril, el directivo la espera.

—Gracias, intendente. A la orden —agradecí, y el cubículo volvió a reinar en silencio y luz tenue, casi nula.

Calcé mi gabardina por sobre la tela áspera de la sayuela blanca de viernes, el moño colgante en el cuello era una exageración, y terminaba de ocultar mis desnutridos pechos pero resaltaba con gracia el color exhaustivo de mi melena impúdica, esmerada en una trenza larga y gruesa. Así ocultaba lo mejor que podía mi delgadez extrema.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.