Sofía
Capítulo Nueve: Reencuentros incómodos
¿Han escuchado esa frase que dice "el universo tiene una forma rara de sorprenderte cuando menos lo esperas"? Bueno, eso fue lo que me pasó hoy cuando, sin previo aviso, la familia de Maximiliano apareció en mi casa. Y aunque lo vi hace solo una semana en la playa, no estaba ni remotamente preparada para verlo aquí, en mi propio espacio. La incomodidad era palpable, como si una nube oscura se hubiera instalado justo encima de mí.
—¡Sofía Amelia López Aguilar! ¡Baja rápido! —gritó mi mamá desde la sala con esa voz de "más te vale obedecer".
Genial, pensé. Justo lo que necesitaba hoy: un encuentro incómodo con el tipo que se fue a Inglaterra sin avisar y volvió como si nada hubiera pasado.
Bajé las escaleras lentamente, intentando respirar hondo.
Cuando llegué a la sala, ahí estaba él. Max, con esa misma sonrisa despreocupada que recordaba, como si su vida no hubiera cambiado en lo absoluto.
¿Y la mía? Bueno, no tanto. Pero la incomodidad aún me atenazaba el pecho. No sabía qué decirle. No quería decirle nada, de hecho. Verlo en la playa hace una semana ya había sido lo suficientemente raro, y ahora esto.
—Hola, Sofía —dijo Max, como si fuera la cosa más normal del mundo que estuviera de pie en mi casa después de cuatro años.
—Hola —respondí, casi en automático, sin mirarlo directamente. La tensión en el aire era innegable. Sabía que él lo sentía también, aunque parecía estar intentando actuar con normalidad.
Mientras nuestras madres se ponían al día, intercambiando anécdotas como si no hubiera pasado ni un solo día desde la última vez que se vieron, Max y yo nos quedamos en el mismo espacio, pero parecía que estábamos a kilómetros de distancia.
—¿Por qué no llevas a Sofía a dar una vuelta? —sugirió la mamá de Max, con esa sonrisa amable que me hizo sentir aún más incómoda. No es que quisiera ser descortés, pero la idea de estar a solas con él en este momento me daba escalofríos.
—Eh… claro, vamos —dijo Max, mirando de reojo a su madre antes de dirigirse hacia la puerta. Yo no tuve más opción que seguirlo, pero sentí el peso de la incomodidad crecer con cada paso que daba hacia afuera.
Salimos a caminar por las calles de Guaymas, las aceras llenas de gente que iba de un lado a otro, haciendo lo suyo, completamente ajenos a mi pequeño drama personal. El silencio entre Max y yo se extendió por unos minutos, y todo lo que podía sentir era esa tensión latente, como si ninguno de los dos supiera cómo empezar una conversación. Tal vez porque no hay nada que decir.
—Inglaterra fue... diferente —dijo Max finalmente, rompiendo el silencio, pero sin mucho entusiasmo. No me miró, y yo tampoco lo miré a él.
—¿Ah, sí? —respondí, solo por cortesía, aunque en realidad no sabía qué esperar de su relato. Pero no iba a hacerle las cosas más fáciles con preguntas. Que él sea el que hable, si quiere.
—Sí… —continuó él, rascándose la nuca, como si tampoco supiera exactamente cómo seguir con la conversación—. El clima es horrible, llueve todo el tiempo, y la comida... bueno, no es lo mismo que aquí.
Una parte de mí casi se rió. ¿Eso es lo que tiene para decir después de cuatro años? ¿El clima y la comida? Sin embargo, no hice ningún comentario sarcástico. No era el momento para eso. En vez de eso, asentí, sin mucho interés.
—¿Y qué tal fue vivir allá? —dije, solo para llenar el silencio, aunque tampoco me importaba mucho la respuesta. Lo vi encogerse de hombros.
—Fue… complicado al principio, pero me acostumbré. Conocí gente interesante, hice algunos amigos. No es como aquí, claro, pero fue una experiencia… diferente.
Había algo en su tono que me molestaba. Esa manera vaga de hablar de su vida allá, como si estuviera ocultando algo. Pero no iba a ser yo quien lo obligara a explicar más. Si quería seguir con su relato genérico sobre su vida en el extranjero, adelante.
—¿Y por qué volviste? —pregunté finalmente, intentando que mi voz sonara lo más neutral posible.
Max se detuvo un momento, como si estuviera buscando las palabras correctas. ¿Por qué siempre se toma tanto tiempo para hablar?
—La verdad, extrañaba muchas cosas. La familia, los amigos… todo lo que dejé aquí —respondió, con esa vaguedad que empezaba a ponerme de los nervios. Pero no dije nada más.
Seguimos caminando, con el mismo ritmo incómodo. Yo miraba las calles, las tiendas, la gente. Max caminaba a mi lado, aparentemente cómodo, pero yo seguía sintiéndome extraña. No porque no lo hubiera visto hace poco, sino porque después de cuatro años de ausencia, todo entre nosotros se sentía diferente. Y no estaba lista para fingir que todo estaba bien, porque no lo estaba. Y probablemente no lo estaría por un buen rato.
Max siguió hablando de Inglaterra: del tiempo, de los lugares que visitó, de cómo aprendió a cocinar (aunque evitó mencionar cualquier detalle personal, lo cual no me sorprendió). Yo asentía de vez en cuando, haciendo lo posible por no parecer demasiado cortante. Pero dentro de mí, la incomodidad seguía presente. Y esa sensación, la de que había algo no dicho, flotaba entre nosotros como un recordatorio de todo lo que aún quedaba por resolver.
Seguimos sentados en el malecón, mirando el horizonte en silencio. No era un silencio incómodo como antes, sino uno que, de alguna manera, se sentía necesario.
Las olas iban y venían, y aunque sabía que aún había muchas cosas que no habíamos dicho, en ese momento, el sonido del mar parecía suficiente.
Max jugueteaba con una pequeña piedra que había encontrado en el suelo, lanzándola entre sus dedos.
—Inglaterra no es tan increíble como crees —dijo de repente, rompiendo el silencio con una confesión que no esperaba.
Lo miré, un poco sorprendida. Hasta ahora, siempre había hablado de Inglaterra como si fuera una experiencia grandiosa, llena de aventuras y cosas emocionantes. Pero la forma en que lo dijo, tan casualmente, me hizo pensar que había mucho más detrás de esas palabras.