La luna ascendía con lentitud, devorando los últimos jirones de luz que los soles dejaban tras de sí. Era noche de eclipse, un evento infrecuente. Pero la guerra no se detenía por eventos astronómicos. Nunca lo hacía.
En la ciudad de Uteh, donde el orgulloso imperio de Yevah II —elegido de El’Yahor— decía contener el peligro que representaba el pueblo de Zahkar y sus gentes, los zahkaríes, la gente corría despavorida en busca de refugio.
Tras la mirilla de su fusil, Enzo observaba a los zakharíes correr como sombras. La mayoría no ofrecía resistencia. Y los pocos que lo hacían empuñaban mazos, espadas oxidadas… o pistolas que solo escupían humo, no fuego. Ni balas.
A veces se preguntaba si aquello seguía siendo una guerra, o sólo una ejecución.
El experimentado tirador se hallaba en su enésima misión en el frente. Era el encargado de reconocer y asegurar el terreno para que su escuadrón pudiese avanzar sin peligro. Pero cuando comenzaba el conflicto, su función cambiaba.
Entonces, debía eliminar objetivos.
Y en eso, era el mejor.
Puso su atención en una zona cercana al frente, justo unos metros por detrás de la primera línea zahkarí. Allí, una mujer tapada salía de una de las casas. Llevaba algo bajo su vestimenta. Un bulto.
«¿No será…? Si es un talgran, están bien jodidos», pensó Enzo, con el dedo ya en el gatillo.
Se refería a una bomba casera hecha con pólvora, escombros y brotes de esencia. El artefacto se compactaba en una carcasa de metal reutilizado y, al estallar, no solo destrozaba por impacto: la esencia pulverizaba todo cuerpo vivo a su alcance.
En aquel momento, no pudo evitar pensar en los hombres que luchaban en ese conflicto. En sus amigos, sus conocidos… sus vecinos. En sus familias.
Y luego pensó en la suya.
Su mujer. Sus dos hijas.
Murieron en un atentado con ese mismo artefacto, un talgran, en pleno corazón del imperio: Beylán.
Su corazón se agitó como una liebre acorralada.
¿Estaba seguro de aquello? ¿Iba a dejar que la duda pusiera en peligro a sus compañeros?
No.
Inspiró hondo. Forzó a su mente a calmarse. Su pulso se volvió constante, su respiración más lenta.
En ese instante, era consciente de todo: del viento en la colina, del polvo en el aire, del leve temblor de su dedo sobre el gatillo.
Y, aun así, solo miraba un punto en la distancia.
Solo uno.
Apretó el gatillo.
El disparo rasgó el aire como un grito contenido. El olor de la pólvora le invadió las fosas nasales. Para Enzo, ese aroma siempre fue hogar.
No apartó el ojo de la mirilla. Vio cómo la mujer caía hacia atrás, un agujero limpio atravesándole el cráneo.
Entonces, algo se movió bajo sus ropas.
Un niño.
Salió arrastrándose, roto en llanto, y se abrazó al cadáver aún tibio de su madre.
La mirilla no amplificaba el sonido. No hacía falta.
Aquella imagen bastaba para que el mundo gritara.
Era una muerte más. Una entre tantas. Pero lo que debería haber sido rutina… no lo fue.
Algo se quebró dentro de Enzo. Y esta vez, no hizo ruido.
Solo dejó un vacío.
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