Solo mientras duermo

El eco de la ausencia

La casa ya no suena como antes. Hay un silencio tan pesado que se puede tocar, tan denso que ahoga cualquier intento de respiración profunda. Cada paso en el pasillo parece un desafío, como si el suelo mismo recordara el peso de los días que se fueron, cuando las risas llenaban el aire y las sombras no eran más que sombras, sin alma. Ahora, las paredes retumban con ecos vacíos, los recuerdos se arrugan y caen al suelo como hojas secas que nunca terminan de descomponerse.

Es curioso cómo el tiempo cambia las cosas. Al principio, cuando todo empezó a romperse, no podía ver nada. Estaba demasiado ocupado buscando respuestas que nunca llegaron, demasiado sumido en el dolor de perder lo que parecía eterno, lo que se pensaba imposible de perder. Pero el tiempo, con su implacable paso, se encargó de mostrarme lo que no quería ver: la ausencia no es solo un espacio vacío, es un peso que se instala en el pecho, que se convierte en parte de ti, que se extiende como una sombra oscura, como un frío que nunca termina de irse.

La primera noche después de su partida, traté de dormir. Lo intenté, de verdad. Pero cuando mis ojos se cerraban, todo lo que podía escuchar era el latido constante de mi corazón, un sonido demasiado fuerte en un mundo que había quedado mudo. Lo que antes era ruido, vida, vibración, ahora se había ido, desvanecido como el humo de un cigarro consumido en silencio.

Al principio no entendí por qué dolía tanto. ¿Cómo puede doler tanto algo que ya no está, algo que se ha ido? Pensé que solo era cuestión de acostumbrarse, de aprender a vivir con los vacíos, con las ausencias. Pero no hay nada en el mundo que te prepare para aprender a vivir con la sensación de que alguien se ha llevado todo lo que alguna vez te hizo sentir entero. Como si te hubieran arrancado una parte de ti sin avisar, sin que tu cuerpo tuviera tiempo de defenderse.

No hay consuelo en los días, porque el sol solo hace que lo recuerdes más. El día te obliga a enfrentarte a lo que se ha ido, mientras que la noche, esa oscura cómplice, te ofrece la única posibilidad de olvido. Y entonces, cuando el sueño llega, es cuando todo se apaga. Solo en ese instante, entre la inconsciencia y el despertar, puedes creer que todo lo perdido no fue real, que nunca existió. Pero al abrir los ojos, la verdad golpea con más fuerza que antes. El dolor es la constante, una presencia que te acompaña donde quiera que vayas, que se infiltra en tus huesos, que te hace sentir, al igual que a las paredes, que nada volverá a ser igual.

Hoy, como todos los días desde su partida, intento cerrar los ojos con la esperanza de que en algún momento, por fin, el dolor se deshaga en la oscuridad. Pero siempre amanezco con la misma sensación en la garganta, como si un pedazo de mí se quedara atrapado en cada rincón del recuerdo. Y me pregunto, en silencio, cuánto más puede soportar uno antes de volverse completamente ajeno a sí mismo




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