Solo pido un día más.

Prefacio.

Nunca había pensado en la palabra efímero hasta ese momento. Ninguno de los dos esperaba que aquel amor tan grande se tornaría así: pasajero, fugaz.

Breve.

Solemos dar todo por sentado, nos tragamos aquellas mágicas palabras que podrían resolver un conflicto y dejamos en el aire aquellas que solo buscan lastimar. Vivimos cada día sin pensar que puede ser el último, en serio puede serlo; lo ignoramos porque no ha pasado nada. 

Porque hemos tenido suerte. Porque desconocemos cómo la muerte puede impactar en nuestras vidas, lo imprevista que puede ser y lo doloroso que es la ausencia, pero más allá de eso, todas las cosas que toca vivir sin la persona que se marcha.

Samantha se miró en el espejo, sintiendo que se ahogaba. El nudo que apretujaba su garganta no eran más que aquellas palabras que se guardó aquel día y que eran muy tardes para decirlas. De nada serviría un “te amo”, “vuelve aquí” o un “hablemos” pues lo había perdido para siempre.

No podía evitar preguntarse si viviría con aquella sensación todo el tiempo, ahora que él ya no estaba.

Vestirse para el velorio y entierro no fue tan dramático como pensó que sería. Lo hizo casi en automático, como si fuese un día más al que ir al trabajo, solo que con la mente en blanco. Lucía un vestido negro de mangas cortas que llegaba hasta sus rodillas, unas zapatillas del mismo color y el cabello recogido, un poco desordenado. No se maquilló, no lo sentía necesario. ¿Para qué disimular las ojeras, si los ojos irritados e hinchados gritaban a los cuatro vientos que no había parado de llorar ni un día? 

Estaba ahí, de pie, con los ojos encharcados y un tumulto en la tráquea que le hacía arder la nariz y doler la cabeza. Estaba tratando de ser fuerte, pero el anillo en su dedo anular brillaba, capturando su atención como prueba de un futuro que no iba a poder ser.

Unos toques en la puerta la asustaron por unos instantes y se dio media vuelta, encontrándose con su madre. También vestía de negro, por supuesto. Todos lo harían. La observó con una sonrisa apretada.

—Ya está todo listo, cariño —habló Anna—. Nos vamos en cuanto tú lo estés.

Sin darse cuenta, Samantha se encontraba dándole vuelta al anillo de compromiso y afirmó con la cabeza. Se miró por última vez en el espejo, tomó sus gafas de sol y un paraguas del color predilecto para aquella triste ocasión y se encaminó a la salida de su habitación.

Salieron de la casa que pertenecía a la pareja y subieron al coche de Samantha, solo que esta vez manejaba su padre. Observó el camino, recostando la cabeza del asiento y suspiró, sintiendo una opresión en el pecho. Siguió jugando con el anillo en su dedo durante todo el trayecto.

Llegaron al Cementerio del Calvario y su madre la ayudó a bajarse del coche plateado. Samantha observó el lugar tan lúgubre y el contraste que la naturaleza, tan llena de vida, le brindaba. Su hermana le tomó la mano con fuerza y se encaminaron hasta la zona donde sería el velorio, observando las lápidas y la gran cantidad de estatuas que habían: ángeles, santos, querubines, vírgenes María, Divino Niño, Jesús crucificado, José, arcángeles, cruces.

El panorama era una obra de arte fúnebre en definitiva.

Samantha respiró hondo, pues no había visto a Dylan desde la visita en el hospital. No esperaba que la última vez que lo vería fuera dentro de un ataúd y no sabía si su corazón lo soportaría.

La encargada del velorio se acercó a la madre de Dylan y a ella, explicándoles que antes de dejar pasar al resto de familiares y allegados, ellas tenían que entrar primero para así verificar que el difunto se viera lo mejor posible y que fuese él.

Lourdes tomó con fuerza la mano de su nuera y la encargada abrió la puerta, dejándoles pasar primero. Samantha sintió que sus pies pesaban el triple y le costaba dar pasos hacia la urna donde reposaba su prometido.

Se tragó un sollozo, pero no pudo hacer lo mismo con las lágrimas. Al llegar a la urna, le dio un asentimiento de cabeza a la encargada para que abrieran la tapa del ataúd.

Dejó que Lourdes se acercara primero y cerró los ojos al tener un atisbo del cabello de su prometido. Su suegra lloró en silencio, murmurando palabras de aliento y paz a su hijo y luego tomó la mano de Samantha para que abriera los ojos.

Su corazón se apretujó a medida que daba los últimos pasos y se cubrió la boca, sollozando. No se veía mal, solo más pálido de lo normal. Tenía los ojos cerrados, el entrecejo un poco arrugado como en un gesto de dolor y los labios sellados. El cabello, un poco largo, le caía alrededor de la frente y la ropa que ella misma había elegido la mañana anterior lo cubría.

Dylan amaba sus chaquetas de cuero, así que vestía una sobre una camiseta blanca y, aunque no se veía, sabía que le habían puesto un blue jean.

Nunca un adiós había dolido tanto.

Luego del velorio, se acercaron al lugar del entierro. Era mediodía y el sol brillaba en su punto, haciendo que algunos se refugiaran bajo la pequeña carpa donde sería enterrado Dylan y otros sacaran sus paraguas.

Dylan creía no tenerle miedo a la muerte. Sabía que de algún modo su día llegaría; pero allí de pie frente a un ataúd con su cuerpo inerte dentro, odió con cada fibra de su ser que lo consiguiera. ¡No era el momento! Incluso él lo sabía. No era hora de decir adiós, tal vez por eso aún seguía estancado en el mundo de los vivos viendo como todos lloraban su pérdida.




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