Solo pido un día más.

1.

SAMANTHA

3 años antes…

El profesor dio la clase por terminada y suspiré con alivio. Recogí mis cosas con premura, pues sabía que así le vería aunque sea en la distancia y por poco tiempo.

—¿A dónde tan apresurada? —preguntó Leonard, rodeando mis hombros cuando estaba por salir del aula y yo me mordí el labio, avergonzada y sin saber que responderle.

¿Cómo le decía a mi mejor amigo que su amigo me parecía de lo más atractivo? Estaba segura de que si le confesaba mi pequeño flechazo por Dylan solo lograría que me expusiera al ridículo con sus bromitas.

—Nada, solo que quiero irme a casa ya —mentí y él afirmó en acuerdo conmigo—. Nos vemos luego, Leo.

—Seguro. Mañana espero llegarte con alguna noticia jugosa —advirtió y yo alcé la ceja, un tanto curiosa—. Tengo una cita con un guapo moreno francés.

—Estaré esperando casi todos los detalles con ansias —respondí, haciéndole sonreír.

Me despedí de él y me encaminé al estacionamiento, donde estaba resguardado mi Optra gris. Me adentré en este y lo encendí, llevando mis manos hacia el volante con dedos temblorosos y esperé un par de minutos.

Y entonces, apareció: Dylan Reeves. 23 años, estudiante de derecho, americano. De un metro setenta, contextura delgada y piel caucásica, con los ojos tan claros como un cielo gris despejado, cabello azabache con corte militar y una sonrisa ladina que evocaba mis más profundos suspiros.

Era tan guapo y yo tenía este estúpido crush por él desde que empecé la universidad. No obstante, él no había volteado a verme ni una vez.

Jamás se había percatado de mi presencia, pero eso en parte era mi culpa. Huía de él en un acto reflejo de mis nervios, no quería hacer el ridículo así que me tocaba mirarlo con pupilas acorazonadas en la distancia.

Aunque no por mucho tiempo.

***

La última clase antes del almuerzo había llegado a su fin y yo me estaba muriendo de hambre, así que recogí mis cosas lo más rápido que pude y me encaminé en dirección a la salida del aula.

— ¡Espera, Sam! —me llamó Leonard y volteé para encontrarme con él—. ¿Por qué no almuerzas con nosotros? Siempre te me pierdes a la hora de la comida, ¿eh?

Me vi tentada a negarme, pero el hecho de que iba a tener a Dylan más cerca y, tal vez, poder apreciar mejor su persona y hasta oler su colonia me causó un revoltijo en el estómago.

—Bien, esta vez me saltaré la biblioteca y así me cuentas cómo fue tu cita —accedí y él sonrió.

—Con que eso haces: ir a la biblioteca. ¿Te dejan comer allí? —Inquirió y yo le guiñé un ojo en respuesta—. ¿Cómo lo lograste?

—Soy muy buena amiga de la bibliotecaria y me permite leer en su oficina —confesé.

Sujeté el asa de mi bolso con fuerza a medida que nos acercábamos al cafetín universitario. Mi corazón empezó a martillar con tanta fuerza dentro de mi pecho que temía que cualquiera pudiera oírlo chocar contra mis costillas.

El cafetín a esa hora lucía brillante debido a la luz solar que entraba por los paneles transparentes y las luces blancas, además también había un ruido molesto de conversaciones, risas, utensilios chocando y de la caja registradora al abrirse una y otra vez cuando pagábamos por nuestros almuerzos.

Por eso amaba almorzar en la biblioteca: por el silencio. Además, podía hacerlo mientras leía algún libro en algún otro idioma y así poder estudiar y disfrutar a la vez.

—Hoy he raptado a la rata de la biblioteca, la preciosa ¡Samantha! —anunció Leonard, señalándome con ambas manos y con una emoción tan ridícula que quise desaparecer.

Hasta que sus irises claros, casi grises, me enfocaron. Entonces, aquella flecha que a Cupido capaz se le escapó hace dos años, vibró en mi pecho.

Aquel flechazo se abrió paso, alcanzando más profundidad en mi corazón. Y cuando su boca se ensanchó en una sonrisa sencilla, sentí que las rodillas me temblaron.

—Hola, Samantha —habló uno de los amigos de Leonard, sacándome de mi nebulosa llena de corazones y arcoíris—, me llamo Jack Reeves.

—Un gusto, Jack —respondí, mostrando una pequeña sonrisa—. Tú eres Dylan, ¿cierto? —me hice la tonta, observándolo.

—El único e inigualable —concordó y los nervios me traicionaron haciéndome reír, por lo que su ceño se arrugó en confusión.

—Lo siento, es que eso sonó a película de comedia universitaria —no quería burlarme, pero prefería verme un poco ácida a que notase que estar cerca de él me alteraba por completo—. ¿Cuántos años tienes?

—23 años —respondió y yo sonreí porque ya lo sabía.

—Ah, no pareciese —respondí y me mordí la punta de la lengua cuando masculló algo ente dientes con disgusto.

«Bravo, Sam. No te has acercado del todo y ya lo estás apartando de ti» me reproché, afianzando mi agarre en el bolso para no cruzarme de brazos.

—Iré a comprar comida —anuncié, queriendo irme de allí y refugiarme en la biblioteca.




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