Samantha observó la lápida con el nombre de su prometido tallado en el lienzo gris. Las lágrimas se abarrotaron en su garganta y sorbió por la nariz, colocando la rosa blanca sobre la tierra que ahora la separaba de su pareja.
Se sentó frente a la misma, sin dejar de observar su nombre. Se sentía entumecida, como si su cuerpo ya no pudiera procesar todo el dolor y el sufrimiento que brotaba de sí, así que lo apagaba por un instante.
Un escalofrío la recorrió por completo y el viento jugó un poco con su cabello. Se dio calor, acariciando sus brazos y lo buscó con la mirada al sentirse observada.
« ¿Acaso podría ser posible que…?» no formuló por completo la pregunta en su cabeza. No quería ilusionarse y de ser lo que estaba pensando, no lo traería de vuelta. Se negaba a pensar que él se estancó y que podía verla deshecha, sin una motivación para continuar, sin fuerzas para levantarse de su cama. Una donde días atrás dormían juntos, donde él había dejado su olor corporal y que ella aún podía percibir.
«Tal vez solo está en mi cabeza» pensó y sorbió de nuevo por la nariz. Lo que ella no sabía era que sí, Dylan estaba allí junto a ella, sentado a su lado.
—Te extraño tanto —murmuró, acariciando el relieve de su nombre en la lápida—. A veces siento que sigues aquí, conmigo. Ojalá que no.
Dylan la miró, un tanto dolido por sus últimas palabras.
—No me malinterpretes, amor. Es solo que… mereces descansar y estar en paz. Sé que de ser así, estarías aquí porque te preocupas por mí, pero… estaré bien, lo prometo. Encontraré la forma de estarlo de nuevo. Me encantaría que siguieras junto a mí, pero no así: sin poder verte, tocarte, sentirte. No quiero que… —su voz se entrecortó y bajó la mirada, respirando hondo para no verse tan afectada por estarle hablando a su prometido a través de una lápida—. Si yo tan solo... Si no fuese tan terca. Perdóname por haber provocado esa discusión. Quisiera volver el tiempo atrás e impedir que salieras tan molesto. Te tendría aquí conmigo, sentado a mi lado en estos momentos.
—Si supieras… —musitó él, aflorando una sonrisa rota en su rostro.
—Ahora solo deseo un día más para pedirte perdón por todo lo malo y agradecerte por lo bueno, por haberte conocido. Por darme el privilegio de tenerte en mi vida —musitó y se levantó, sacudiéndose las manos—. Si, por casualidad, sigues aquí, ve y descansa en paz, amor. Estaré bien.
«Si tan solo supiera cómo hacerlo…» pensó Dylan, viéndola marcharse de aquel lugar tan gris.
Volvió su cara al frente, donde se encontraba la rosa, y se llevó la mano al pecho al verla allí de nuevo. Su capa negra, su cabello cobrizo y sus ojos tristes: la Parca.
—Tú otra vez, ¿uh? —Murmuró, levantándose de la grama y le dio la espalda—. ¿Vienes a buscarme para ir al infierno?
—No es ese mi trabajo —respondió ella y él detuvo su caminar—. Pronto llegará la ayuda y no nos veremos más, o al menos, no tan seguido.
—Respóndeme algo, Muerte —la encaró y ella alzó la barbilla, esperando su pregunta—. ¿Podría haber sido diferente…? ¿Podría no haber… muerto?
—Hay muchos caminos, Dylan, pero la pregunta sería si todos ellos te llevarían al mismo lugar —respondió ella y ambos observaron hacia la lápida—. El destino no deja nada al azar. ¿Crees que podrías soportarlo de ser otra la situación?
No respondió. Sabía muy en el fondo que no podría soportar el hecho de perder a Samantha, mucho menos por su culpa. El corazón le dolió ante aquella posibilidad y una lágrima recorrió su mejilla.
Esa fue respuesta suficiente para la Parca, quien afirmó y se dio media vuelta, desvaneciéndose en el aire y dejando un ligero rastro de cenizas en el lugar.
Observó su tumba con recelo y cayó al suelo, dejando salir un grito desgarrador.
Un par de semanas antes…
Dylan cerró la puerta de su casa, aún sin despegarse de los labios de su prometida. ¡Ahora Samantha era su prometida!
La alzó por la cintura y ella chilló, riéndose contra sus labios mientras enroscaba sus piernas en las caderas de su futuro esposo. Él la recostó sobre el sofá y se acomodó sobre ella para no aplastarla.
—No puedo esperar para casarme contigo —le aseguró y ella acarició su barbilla con el índice, sonriendo.
—Ni yo —respondió y se acercó a besarle de nuevo.
Esa noche sus cuerpos celebraron por ellos, unidos por el gran amor que sentían. Eran un amasijo de temblores, carne y besos que gritaban cuánto se amaban. Las sensaciones fueron tan intensas que Samantha soltó lágrimas en el acto y Dylan se detuvo, preocupado por ella.
— ¿Estás bien? ¿Sucede algo? —preguntó, tomando su rostro entre sus manos.
—Estoy bien, es que… me haces la mujer más feliz del mundo —respondió, sonrojándose.
Dylan sintió que algo dentro de sí se derretía y se mordió el labio para no sonreír tan grande como quería.
—Dios mío, te amo. Te amo con todo mi corazón, te amo hasta los huesos, Samantha Grayson —respondió él antes de besarla de nuevo.
Al día siguiente, decidieron hacer un video chat con la familia de ambos: los padres de Dylan y Samantha, junto con la hermana de ella, quien vivía en L.A.