Solo pido un día más

11.

Luego de haber conversado con Leonard, mi hermana me vino a visitar y se quedó en mi casa. No sé en qué momento me quedé dormida, pero estaba segura que el haber amanecido acobijada fue obra de ella.

Bajé a la sala y la encontré solitaria, seguro Amanda todavía estaba durmiendo. La soledad me apuñaló el corazón sin piedad y me temblaron las manos. «¿Así se sentirá si lo llego a perder?» me pregunté, observando las fotos con la vista nublada.

Nuestra graduación de la universidad, citas, viajes, cuando nos mudamos juntos. Acaricié los marcos de las fotos, deseando que así pudiera trasportarme a aquellos momentos.

Pero la realidad era otra. Dylan estaba en una jodida clínica, luchando por su vida y no sabía si ganaría la pelea. Y si él no sobrevivía, yo me iría con él por muy suicida que sonase.

No me quedaba nada más. ¿Mis padres? Ya tenían su vida hecha, ¿Amanda? También. ¿Leonard y Jack? Eran un desastre, pero no me necesitaban.

¿Y yo? Yo amaba a Dylan tanto que no encontraba motivo a alguno para aferrarme a vivir si él no estaba.

Mi celular resonó en toda la sala y lo observé sobre la barra de la cocina, sintiendo que mi corazón se aceleraba. Tal vez era un presagio, pero el ver el número desconocido en la pantalla y reconocerlo, solo podía esperar lo peor.

Contesté de inmediato, sintiendo que el cuerpo entero me temblaba.

La llamada entera se me hizo borrosa, en especial cuando escuché que la enfermera me informó que “no resistió”. Las piernas me fallaron y caí al suelo en automático, sintiendo que un trozo de mi alma escapaba de mí y que el corazón se me desgarraba de dolor.

—Lo sentimos mucho, señora Reeves —es lo último que escuché antes de que el celular se resbalase de mi manos y cayera al suelo.

Ni siquiera llegué a ser la señora Reeves…

—No, no, no… ¡No, no, no! —el dolor incrementó en mi pecho, así como el volumen de mis gritos.

Escuché los pasos desesperados de Amanda, quien se arrodilló junto a mí y tomé aire para dejar salir un grito desgarrador, uno que hizo que me ardiera la garganta.

—Él no…Él no pudo hacerme esto, Amy. No… no —sollocé y ella me abrazó en silencio—. Es mi culpa, Amanda. ¡Es mi culpa! —grité de nuevo, escondiendo mi rostro en su pecho.

Esta era nuestra casa, nuestro hogar, pero ya no volvería a serlo porque mi hogar era él; fuese donde fuese, era él. Solo me quedaba un enorme vacío en mi interior y un dolor violento que me impedía respirar.

―Es mi culpa ―sollocé. Lo repetí varias veces y me alejé de Amanda, negando con la cabeza, mientras me levantaba. Tomé una fotografía de él y la acerqué a mi pecho.

«Lo siento tanto, Dylan. Juro que lo siento. No quise, yo... ¡Te amo, joder! No tengo idea de cómo continuar después de esto, de cómo haré  para sacarte de mi corazón, de mi mente, de mis venas… de mí. Compartimos hasta el alma, Dyl. Y ahora no estás, me abandonaste. Y te llevaste parte de mí contigo» no me atrevía a decir aquello en voz alta, pero así me sentía.

Por dentro ya estaba muerta. Mi alma se despedazó de tal manera que sentía imposible que alguien la volviera a juntar. Solo me quedaba morir por fuera, dejar de respirar y que mi corazón dejase de bombear sangre; porque cada respiración y cada latido estaban vacíos. No tenía motivos para seguir viviendo.

― ¡VUELVE! ―supliqué, dejándome caer de rodillas de nuevo.

No tenía palabras para describir lo que sentía. Mi alma gemela, el amor de mi vida, me había sido arrebatado con una crueldad inimaginable, pero todavía lo sentía presente: su aroma estaba en el aire y esa sensación de sentirme observada me seguía causando escalofríos.

¿Cómo iba a seguir sin la persona que, se suponía, amaría toda mi vida?

Era demasiado joven para tanto sufrimiento, uno que explotaba en cada parte de mi cuerpo, dejándome abatida y casi sin poder respirar. Era como una espada clavada hasta el puñal en mi pecho: doloroso, tan quieto, tan lento, tan fuerte… tan insoportable. Me estaba desangrando, cada momento que vivimos corría por mi cuerpo como un río de sangre ficticio pero el dolor era demasiado real para soportarlo.

—Lo siento tanto, Sam —murmuró mi hermana con voz quebrada, volviendo a abrazarme.

—Es mi culpa, Amanda. Mi maldito orgullo nos hizo esto —lloriqueé, resguardándome en su pecho.

***

Darle la noticia a mis suegros, a Jack y a Leonard fue como revivir una y otra vez aquella llamada de la clínica. Jamás imaginé ver a Lourdes, la madre de Dylan, llorar con tanto desconsuelo.

Todo fue tan abrumador que no pude continuar allí y me disculpé antes de marcharme. Estar dentro de la casa de los Reeves fue como si me oprimieran el pecho y cuando puse un pie fuera de aquel lugar sentí como el oxígeno volvía a mis pulmones.

Han pasado semanas después del entierro y todavía pienso que estoy dentro de una pesadilla. Me he sentido terrible: con poco apetito, náuseas y mareos. Incluso, me siento débil.

Sin embargo, nada se compara al desastre en el que me he convertido por dentro. El dolor en mis huesos no es nada comparado al que me acribilla el corazón. Todas las discusiones, las veces que tiramos la toalla y luego volvimos a intentarlo, se pasean por mi mente como recuerdos filosos.




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