Solo pido un día más.

14.

            JEREMY

El taxi llega y abro la puerta. Le doy una última mirada a la casa de Samantha antes de adentrarme en el auto amarillo. Me arrincono en la ventana del otro extremo y le dicto la dirección al taxista, mientras me coloco los audífonos y enciendo la radio de mi celular.

Un suspiro brota de mis labios mientras dejo caer la cabeza en el respaldo y cierro los ojos. Un momento de soledad no me vendría nada mal, pero desde que lo vi al entrar en la casa de Samantha supe que no volvería a estar solo en mucho tiempo.

Incluso ahora, sé que está sentado junto a mí, pero como solo yo puedo me tomaré la atribución de ignorarlo.

Sé que la Parca me obligó a aceptar el trabajo de Rick por ellos. Por Samantha y su esposo. Aunque, como naturalmente mi don es observar, noté que no había ni una foto de boda en su casa.

Pero sí vi el anillo de compromiso en su dedo anular.

El carro se detiene y abro los ojos, notando que ya he llegado a mi destino. Le pago y agradezco al taxista antes de bajarme, sintiéndome un poco caliente.

Eso es mala señal, pues seguro me dará algún resfriado.

Entro a mi casa y me lanzo en el sofá, boca abajo, sin dejar de sentir su presencia cerca. Por supuesto, no se va a ir. Ya sabe que puedo verlo, se dio cuenta en casa de Samantha en donde casi quedo al descubierto pues al entrar lo miré directo a los ojos.

Y una persona normal, jamás mirará directo a un fantasma. Es imposible.

—Sé que puedes verme —habla y yo entierro todavía más la cabeza en el sofá—. ¿Cómo es eso posible?

Tomo asiento, exhalando con lentitud. Restriego mi rostro con las manos antes de mirarle de nuevo. Sus ojos brillan con una emoción que no quiero descifrar, pero su ceño ligeramente fruncido me hace saber que se siente incrédulo.

Que le cuesta creer que alguien pueda verle.

—Tengo un jodido don. Herencia familiar —respondo, restándole importancia—. Y es precisamente lo que estoy dejando atrás, como quieras que te llames. No me pidas ayuda, porque no te la daré, ¿quedó claro?

—¿Cuántos hay como tú? —pregunta y yo suspiro.

—Un montón.

—¿Y puedes llevarme con alguno de ellos? —inquiere.

¿Uno que realmente pueda ayudarlo? ¿A él y a Samantha? No, no lo creo. Parca me puso en esta misión a mí, para mi pesar.

Niego con la cabeza, alzando la mirada para verle.

―Necesito hablar con ella. Tú no la ves, pero apenas te fuiste empezó a llorar. Además, eres la única persona que ha logrado verme.

―¿Cómo demonios no te vi en el carro? ―me quejo.

―Estabas muy entretenido coqueteando con mi esposa.

―No es tu esposa ―repito.

―Casi.

―Casi lo fue ―le recuerdo y noto como sus ojos se tornan aún más oscuros―. Ay no, no, no, no. No necesito de un maldito espectro enojado en mi casa. Déjame en paz.

―Por favor, ayúdame ―pide antes de desaparecer en el aire.

Respiro hondo y me dejo caer de nuevo en el mueble.

Siempre buscan ayuda, pero estoy harto de ello. Cuando se van, siento que queda un gran vacío en mí y crece con el tiempo. He tenido que vivir en soledad porque, ¿quién socializaría con un tipo que ve gente muerta? No me creerían, pensarán que estoy loco.

Por culpa de este puto don, que nunca pedí, he tenido que mudarme de estado en estado para dejarlo atrás.

Ni siquiera tengo un hogar, o algo parecido al que llamarle así. En el cual sentirme así. Mi vida se ha convertido en una solitaria y yo no pedí esto para mí.

«Y ellos tampoco pidieron lo que les está sucediendo» una voz, que suena muy similar a la que recuerdo de mi hermana, me regaña en mi interior y yo gruño, tirando de mi cabello con frustración.

―Vaya mierda ―digo, para luego volver a meter mi rostro entre las almohadas y cerrar los ojos.

Cuando despierto son las cinco de la tarde. Empiezo a estornudar varias veces seguidas y recargo mi cabeza del espaldar del sofá.

«Genial, un resfriado» me quejo, rodando los ojos.

Me levanto del sofá y me adentro en la cocina, agarrando el bote de pastillas y me tomo un antigripal. Me doy la vuelta y ruedo los ojos al verlo allí, con su pose prepotente que lo único que hace es que quiera golpearle la cara.

Y robarle la chaqueta de cuero.

―¿Qué rayos haces aquí? ―pregunto, perdiendo la paciencia.

―Si no me ayudas, seré tu maldito grano en el trasero ―advierte, acercándose―. Necesitas ver cuánta ayuda necesitamos para que entiendas porque estoy detrás de ti.

―No quiero seguir teniendo este tipo de cosas en mi vida. Si hubieses vivido unos 25 años de tu vida con esto, entenderías. Nací con esta maldición. Entiéndeme tú a mí ―suplico, cansado.

—Y si tú estuvieses muerto, viendo a tu prometida pensar en cómo quitarse la vida para no seguir sufriendo, me entenderías tú a mí —habla y su temblor en la voz solo me muestra lo desesperado que está—. No lo dice en voz alta, pero lo noto cuando se queda perdida mirando el semáforo o cuando aprieta el volante con fuerza. Jeremy, si ella se muere por esta situación yo…




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