La tensión seguía clavada en el aire del patio, como un silencio pesado que ni la música tenue podía romper.
Danna, con una sonrisa nerviosa que apenas lograba sostener, miró a la recién llegada.
—¿Y tú… quién eres? —preguntó con la voz temblorosa, sus ojos buscando a Alejandro como si él pudiera darle una respuesta.
Alejandro bajó la mirada, atrapado en el dilema que lo estaba consumiendo desde la mañana. Sus manos temblaban a los costados, y al final cerró los ojos con fuerza, exhalando un suspiro largo que le vació el pecho.
Cuando volvió a abrirlos, la decisión estaba tomada.
—Danna… perdóname —dijo, su voz rota, casi un murmullo—. Pero yo… yo amo a Diana. Lamento que nuestra relación termine así. De verdad… lo siento mucho.
Danna retrocedió un paso, como si las palabras la hubieran empujado con violencia. Su rostro se contrajo en un gesto de incredulidad; los labios le temblaban, y sus ojos comenzaron a enrojecerse mientras trataba de contener las lágrimas que le nublaban la vista.
Diana avanzó segura, con una sonrisa dulce que contrastaba con la maldad en su mirada. Se inclinó ligeramente hacia Alejandro y, con voz melosa, extendió la mano.
—Vámonos… adiós, Danna.
Alejandro, con el rostro apagado y los hombros vencidos, dejó que su mano cayera en la de ella. Sus pasos lo llevaron hacia la salida, arrastrado por el chantaje invisible que lo ataba.
Danna se quedó quieta en medio del patio iluminado por las luces tenues, observando cómo se alejaban de la mano, sus siluetas perdiéndose en la oscuridad.
Un nudo le cerraba la garganta; apenas logró soltar un sollozo breve, mientras una lágrima se escapaba y resbalaba por su mejilla.
El mundo a su alrededor parecía derrumbarse, pero ella no lograba asimilar lo que acababa de suceder.
***
Bajo la noche oscura, las luces de los postes apenas iluminaban el camino polvoriento. La camioneta blanca avanzaba en silencio hasta que Alejandro, con el ceño fruncido y los dedos apretando con fuerza el volante, soltó entre dientes:
—¿Cómo te atreviste a llegar así? Le dije a mi papá que te dijera que hasta mañana.
Diana, recargada en el asiento con total calma, lo miró de reojo con una sonrisa amplia.
—Pues ya me dijo Yamileth que mañana tienen planeada una salida. Yo quería ir. ¿A qué horas va a ser?
Alejandro rodó los ojos, girando la cabeza un poco como si quisiera evitar verla.
—Temprano… a las siete de la mañana.
La troca se detuvo frente a la casa de lámina y plantas enredadas de Diana. Ella abrió la puerta despacio, y antes de bajarse, se inclinó hacia él y le estampó un beso en la boca.
Alejandro permaneció inmóvil, con la mandíbula apretada. Apenas la vio salir, pasó la mano con rapidez por sus labios, limpiándose como si quisiera borrar el contacto.
Diana cerró la puerta de golpe y caminó hacia la entrada con paso ligero, sin voltear atrás. Alejandro quedó en el asiento, mirando hacia adelante, con los nudillos blancos por la fuerza con la que aún sujetaba el volante.
***
En su cuarto, Danna lloraba desconsolada. El llanto le sacudía los hombros, y la almohada empapada no alcanzaba para contener todo lo que sentía.
La puerta se abrió de golpe, y Karla entró primero, con el rostro alarmado. Armando la siguió con paso firme, su silueta llenando el marco de la puerta.
—¿Qué pasa, hija? —preguntó Karla, con la voz entrecortada al verla destrozada.
Danna levantó apenas la cara, los ojos rojos, la respiración entrecortada.
—Alejandro… —su voz tembló—. Alejandro tenía a alguien más… nunca me quiso a mí.
Karla frunció el ceño y se acercó enseguida, sentándose a su lado en la cama.
—¿Cómo que alguien más? —le preguntó, acariciándole el cabello para calmarla.
Danna tragó saliva, apenas pudiendo hilar las palabras.
—Llegó una muchacha… Diana. Lo besó, y Alejandro… —se detuvo un segundo, el dolor marcándole la voz—. Alejandro me dijo en la cara… que a la que amaba era a ella.
Armando apretó la mandíbula, los puños con fuerza.
—¡Mañana mismo voy a hablar con ese muchacho! —soltó, la furia vibrándole en la voz.
Mientras él mascullaba su enojo, Karla abrazó a Danna con fuerza, meciéndola suavemente como cuando era niña. La frente de Danna quedó hundida en el hombro de su madre, y sus lágrimas seguían cayendo sin pausa.
El cuarto quedó en silencio, con el sollozo de Danna llenando cada rincón.
***
Alejandro empujó la puerta de su casa con la fuerza justa para no derrumbarse. Cada paso lo pesaba más que el anterior; su mente no dejaba de repetir lo que había dicho, lo que había hecho. Entró a su cuarto y se dejó caer contra la puerta, el respaldo frío rozando su espalda. Cerró los ojos y dejó que los pensamientos golpearan, uno tras otro, mientras su respiración temblaba.
Al mismo tiempo, a varios kilómetros de distancia, Danna se removía inquieta entre las sábanas. Las lágrimas le nublaban la vista, y por más que giraba de un lado a otro, la imagen de Alejandro no se iba de su mente. Sentía un peso en el pecho que no podía soltar, una mezcla de frustración y confusión que la mantenía despierta. Buscó algo en su habitación, cualquier distracción, y sus manos encontraron un pequeño objeto con filo en el cajón. Lo sostuvo entre los dedos, temblando, empieza a lastimarse asiendo cortadas con ese objeto, lo dejó a un lado y se abrazó a sí misma, intentando calmarse.
***
Javier estaba recostado en su cama, la luz azulada del celular iluminándole el rostro en la penumbra del cuarto. Deslizó el dedo por la pantalla sin prestar mucha atención a los videos que pasaban frente a sus ojos, hasta que detuvo el movimiento y buscó un nombre entre los contactos.
“Crisbel”.
Permaneció unos segundos mirando el nombre antes de abrir la conversación. Tecleó rápido, casi con prisa: oye, y si nos vemos después de que llegue del viaje.