Sólo una noche

Un nuevo comienzo, ¿O no?

Elena se miró una última vez en el reflejo del ascensor. Se había levantado dos horas antes de lo necesario solo para asegurarse de que su camisa blanca no tuviera ni una arruga. El blazer color crema caía con elegancia sobre sus hombros, y su pantalón recto, de tela beige y suave caída, acentuaba sus caderas con una naturalidad que la hacía sentir en control. Tenía el cabello recogido en una trenza baja que dejaba algunos mechones sueltos, como si no le hubiera importado demasiado, aunque sí le importaba. Y mucho.

Era su primer día en la constructora Del Valle, una de las más importantes del país, y aunque no solía dejarse intimidar por nombres grandes o edificios con recepciones de mármol, el ascensor de acero cepillado y el aroma caro del lobby ya estaban haciendo estragos en su estómago.

Respiró hondo. “Tú puedes”, murmuró para sí, justo cuando las puertas se abrieron.

El piso 17 estaba bañado por una luz suave que entraba a través de los ventanales panorámicos. Todo era sobrio, elegante, minimalista. La recepción tenía muebles tapizados en lino gris y una mesa baja de madera oscura. Ni una planta de más, ni un cuadro fuera de lugar. Lo justo. Lo medido.

Una mujer de cabello liso, perfectamente planchado, le sonrió desde detrás del mesón.

—¿Elena Cruz?

—Sí, soy yo. Vengo por el puesto de arquitecta de proyectos residenciales. Me citaron hoy.

—Claro, el señor Del Valle quiere darle la bienvenida personalmente. Un momento, por favor.

La frase le hizo fruncir levemente el ceño. ¿El dueño? ¿En persona? Era inusual que un CEO recibiera a una arquitecta recién contratada, incluso si tenía una hoja de vida envidiable. Supuso que sería parte de algún protocolo empresarial elegante, un gesto para hacer sentir valorado al equipo nuevo. Nada de qué preocuparse.

Mientras esperaba, dejó que su mirada se perdiera por el ventanal. Desde allí, la ciudad parecía un maqueta viviente. Autos diminutos, calles que se abrían como arterias, edificios que competían por alcanzar las nubes. Sintió una punzada en el pecho. Era la primera vez en mucho tiempo que sentía que su vida volvía a empezar.

La recepcionista se levantó.

—Por aquí, por favor. Lo espera en su oficina.

Elena la siguió por un pasillo alfombrado en tonos crudos. Las paredes estaban cubiertas de paneles de madera clara y pequeños marcos con planos arquitectónicos en tinta negra. Cada paso parecía amortiguado por la elegancia contenida del lugar.

La puerta estaba entornada.

—Adelante —dijo una voz desde dentro, profunda, firme, con un dejo de impaciencia educada.

Elena empujó suavemente y entró.

Y todo se detuvo.

No por el silencio, ni por la luz de la mañana que entraba en diagonal y lo bañaba a él como en una escena de teatro. Se detuvo porque, por un instante, la realidad pareció doblarse.

Detrás del escritorio, de pie, ajustando los puños de su camisa azul marino, estaba él.

No un parecido. No una sombra. Era él.

El desconocido de la fiesta.

La noche que había enterrado con tanto cuidado.

La piel se le erizó entera. Un escalofrío le recorrió la espalda, como si un fantasma hubiese atravesado su cuerpo.

Él levantó la vista y sus ojos se encontraron. Los mismos ojos de aquella noche, ahora sin máscara. Fríos. Inescrutables. Intactos.

Pero no la reconoció.

—Elena Cruz, ¿verdad?

Su voz no vaciló. Era la misma, con esa profundidad áspera que vibraba en el pecho más que en el oído. Pero no había sorpresa en ella. Solo cortesía profesional.

—Sí… señor Del Valle.

Se sintió ridícula al hablar. Quiso sonreír, hacer algún comentario inteligente, pero su boca no le obedecía.

Él le tendió la mano. Sus dedos eran largos, fuertes. No llevaba reloj. Su traje, oscuro y perfectamente entallado, estaba hecho a medida. La camisa azul acentuaba el tono de su piel, morena clara, y el cuello ligeramente abierto dejaba ver apenas el nacimiento de una clavícula afilada. No usaba corbata. Su cabello, oscuro y peinado hacia atrás, brillaba como si acabara de salir de la ducha. O del infierno.

—Bienvenida a Del Valle Arquitectura. He revisado tu carpeta. Has trabajado en proyectos de alto nivel para tu edad.

—Gracias… supongo que me gusta hacer las cosas bien.

Su tono fue más agudo de lo habitual. Él alzó una ceja apenas, con esa expresión que solo hacen los hombres que están demasiado acostumbrados a que todo les funcione a la perfección. Elena, en cambio, sentía cómo su corazón latía con violencia, como si quisiera salir corriendo sin ella.

—Tenemos grandes planes para el área residencial. Quiero que seas parte del equipo que rediseñará la zona nueva de viviendas en Lomas Verdes. El proyecto empieza esta semana. Te asignaremos una oficina y un asistente.

—¿Tan rápido?

—No contrato gente para que calienten sillas, arquitecta Cruz. Me gusta moverme deprisa.

Ese comentario no era provocativo, pero su tono tenía una ironía sutil. Como si disfrutara del desconcierto ajeno. Elena se obligó a asentir con serenidad, aunque por dentro deseaba que la tierra la tragara.

—Entendido.

—Ah, y una última cosa —añadió él, cuando ella ya estaba a punto de girarse—. Aquí todos trabajan por resultados. La puntualidad, la creatividad y la discreción son claves. No me interesa saber sobre tu vida personal, ni que me expliques si algo se complica. Solo espero que cumplas. ¿Puedes hacerlo?

La palabra “discreción” le sonó como un disparo en una habitación cerrada.

—Siempre lo he hecho.

Él sonrió apenas, como si su respuesta hubiera sido parte de un examen secreto. Luego se sentó, sin despedirse, ya enfocado en los documentos de su escritorio.

Elena salió con las piernas aún temblorosas. La recepcionista le indicó que su oficina estaba al final del pasillo, junto a una gran sala de reuniones. Caminó sin respirar, sin pensar. Cerró la puerta detrás de sí y se dejó caer en la silla ergonómica de su escritorio aún vacío.




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