Elena había intentado convencerse durante todo el fin de semana de que podía manejarlo. De que podía ignorar el hecho de que su nuevo jefe era el mismo hombre que, una vez, le había acariciado el alma sin pedirle ni su nombre. Que podía trabajar codo a codo con él sin revelar que lo conocía más íntimamente que cualquier otra persona en su vida.
Pero esa mentira se desmoronó en el preciso momento en que lo vio entrar en la sala de reuniones del lunes a primera hora, impecable en su traje de tres piezas gris oscuro, con una camisa blanca perfectamente planchada y un reloj plateado que asomaba discretamente bajo el puño abotonado. Caminaba como si el mundo fuera suyo. Como si el aire mismo se apartara para no arrugarle la chaqueta.
—Buenos días —dijo, sin mirar a nadie en particular.
El silencio en la sala fue inmediato. Todos dejaron lo que hacían. Los asistentes, los proyectistas, incluso el director de ingeniería, se sentaron con la espalda recta como si hubieran ensayado la coreografía desde niños. Elena estaba en la cabecera contraria, con su cuaderno abierto y una pluma que giraba entre sus dedos, más por nervios que por costumbre.
Adrián alzó la vista y sus ojos se cruzaron con los de ella por un instante. Uno breve. Uno que no contenía reconocimiento, pero sí algo más. Un destello leve, como cuando una canción antigua suena en una esquina del supermercado y no puedes recordar dónde la escuchaste por primera vez, pero se queda ahí, latente.
Él desvió la mirada hacia la pantalla del proyector.
—Tenemos quince minutos para definir la distribución de los lotes en Lomas Verdes. Quiero propuestas sólidas. No borradores. No ideas vagas. Si algo no está claro, no sirve.
Elena tragó saliva. Su hoja tenía un trazado limpio, funcional, con detalles ecológicos que podrían marcar una diferencia en el diseño urbano. Normalmente estaría orgullosa de su trabajo. Pero no cuando sus manos temblaban ligeramente y el aire en la sala parecía escaso cada vez que él pasaba por su lado.
Cuando fue su turno de exponer, se levantó y caminó hasta la pizarra. Llevaba una blusa de gasa color marfil con botones dorados y pantalones azul claro, el cabello suelto con ondas suaves que caían sobre su espalda. Su estilo era sobrio, pero femenino. Equilibrado, como le gustaba pensar que era su carácter.
—Mi propuesta considera la pendiente natural del terreno para aprovechar la luz solar —explicó, señalando los diagramas—. Aquí propongo una calle curva que conecta las viviendas sin interrumpir el paisaje. Y aquí… una plaza central con árboles nativos y áreas de descanso.
Mientras hablaba, Adrián la observaba con una expresión neutra, el mentón levemente inclinado, como si analizara más allá de sus palabras. Sus ojos no se quedaban quietos. Subían por su brazo al marcar el plano, bajaban por la curva de su cintura mientras se desplazaba frente al proyector. Elena sintió que la quemaba con la mirada, pero no de la manera en que lo había hecho aquella noche en la habitación del hotel. No. Esto era distinto. Frío. Inquisitivo. Como si fuera una variable que no cuadraba en su ecuación.
—¿Cuál es el costo estimado por metro cuadrado? —preguntó él al final.
Elena respondió con seguridad. Había hecho sus números. Sus cálculos. Lo había preparado todo… excepto su estómago, que parecía comprimirse cada vez que él hablaba.
Cuando terminó la reunión, todos comenzaron a salir. Ella se quedó un poco más, organizando sus papeles con una lentitud que no era fingida. Quería que se fueran todos. Quería quedarse sola para respirar.
Pero él no se fue.
Adrián cerró su laptop y se acercó lentamente, sin decir palabra. Elena seguía con la vista baja, fingiendo que su cuaderno requería atención urgente.
—Cruz —dijo él, con voz baja, casi casual—. ¿Dónde estudiaste arquitectura?
Ella levantó la vista, un poco sorprendida por la pregunta.
—Universidad Central. Me gradué con honores.
—¿Y luego?
—Fui becaria en la oficina de Herrera & Montalbán. Después trabajé dos años con Lorca Proyectos.
Adrián asintió lentamente. Había una pausa en sus gestos. Un espacio entre pregunta y respuesta que no era necesario, pero que él hacía igual. Como si buscara algo entre líneas. Como si esperara que ella se quebrara.
—¿Viviste en el extranjero?
—No. Aunque me habría gustado.
Él la observó un momento más.
—Tienes una forma… interesante de presentar. Como si hubieras aprendido en otro idioma.
Elena forzó una sonrisa.
Él entrecerró los ojos, como si algo no encajara.
—¿Nos conocemos de antes?
La pregunta la atravesó como un puñal fino y lento. No se la esperaba. No tan pronto. No así, con esa frialdad educada que no daba lugar al escándalo, pero sí al pánico.
—¿Perdón?
—¿No fuimos a la misma universidad? Tienes una expresión familiar. Y una voz. No estoy seguro. Es una sensación.
Elena sostuvo la mirada. Si retrocedía, si tartamudeaba, él lo notaría. Tenía el olfato afilado de los hombres que han vivido en silencio durante mucho tiempo, de los que no se permiten vacilar ni dormir tranquilos.
—No lo creo, señor Del Valle. Si nos hubiéramos conocido antes… lo recordaría.
No era una mentira completa. Pero lo fue lo suficiente como para dejarle un sabor amargo en la boca.
Adrián pareció aceptar la respuesta. Asintió levemente, como si la conversación hubiese terminado, y se giró para irse.
Elena se quedó quieta, con los hombros tensos y la respiración contenida. Cuando escuchó que la puerta se cerraba detrás de él, soltó el aire y se dejó caer en la silla.
Había una parte de ella que esperaba —no, que deseaba— que él la recordara. Que dijera algo. Que la señalara y dijera “eras tú”. No por ego, no por culpa. Por alivio. Porque si él sabía… entonces podía dejar de cargar sola con el peso.
Pero no la recordaba.
O fingía no hacerlo.