La puerta del departamento se cerró con el sonido familiar de los seguros deslizándose en su sitio, y por primera vez en todo el día, Elena pudo respirar sin que le doliera el pecho. Se quitó los zapatos junto al umbral, dejando los tacones prolijamente alineados como soldados exhaustos después de la batalla, y caminó descalza por el parquet tibio hasta el living, donde un leve murmullo se colaba desde el fondo del pasillo.
—¿Quién está ahí? —canturreó, y la respuesta llegó en forma de risita chillona seguida de unos pasos rápidos que hicieron temblar el piso.
Leo apareció como un torbellino de rizos castaños y mejillas encendidas. Llevaba un pijama de algodón celeste con estampados de cohetes espaciales y los pies descalzos, a medio camino entre el sueño y el juego.
—¡Ma-má! —gritó, y se abalanzó sobre ella con los brazos abiertos.
Elena se agachó justo a tiempo para atraparlo, y lo levantó en el aire con la facilidad que sólo el amor podía conceder. Lo apretó contra su pecho, cerrando los ojos al sentir su calor, su olor a siesta, a mundo pequeño que sólo existía dentro de estas cuatro paredes.
—Hola, mi amor. ¿Te portaste bien?
—Sí, sí. Vi dinosaurios con la tía Isa. Y pinté un león. Pero se parecía más a un gato… —su voz bajó de volumen mientras se acurrucaba en su cuello—. Te extrañé.
Elena sintió que se le apretaba la garganta. Siempre la misma frase. Siempre la misma culpa.
—Yo también te extrañé, Leo. Más de lo que imaginas.
Caminaron juntos hacia la cocina, donde Isabel, su vecina y amiga, lavaba unos platos con expresión soñolienta y una taza de té entre las manos.
—Sano, limpio y dormido hasta hace media hora. Quiso esperarte —dijo Isabel, sin mirarla demasiado, como si entendiera el nudo que se había formado en el rostro de Elena.
—Gracias, Isa. No sé qué haría sin ti.
—Sí sabes. Llorarías sola. Igual que antes.
Ambas se rieron con esa complicidad que sólo se construye en noches de angustia compartida. Elena dejó a Leo en su silla alta y se sirvió un poco del té aún caliente. Se sentó frente a él y lo observó mientras él aplastaba una galleta contra la bandeja con absoluta concentración.
Tenía la misma curva en la frente. Los mismos ojos oscuros. Las pestañas largas que caían como cortinas sobre una mirada más sabia de lo que correspondía a su edad. Cuando fruncía el ceño, se parecía peligrosamente a él.
A Adrián.
Elena apretó los labios y desvió la vista hacia la ventana. Afuera, la ciudad comenzaba a oscurecerse. Las luces de los departamentos vecinos titilaban como estrellas falsas en un cielo lleno de humo y rutina. Podía oír una moto pasar, música lejana, una alarma, la televisión de alguien a todo volumen. Vida. Caótica, imperfecta. Real.
—Isa, ¿puedes dejarme un momento sola con él?
La amiga asintió, sin preguntar. Tomó su taza y se retiró al dormitorio. Cuando la puerta se cerró, Elena se acercó a Leo y le limpió la comisura de la boca con una servilleta.
—¿Sabes que tienes los dedos más chiquitos del mundo? —dijo, y él rio, mostrando los dientes pequeños y desordenados.
—Mis dedos van a ser grandes como los tuyos —respondió, con la voz llena de seguridad.
—Tal vez más grandes. Como los de tu papá…
El silencio que siguió fue breve, pero se sintió eterno. Leo no preguntó nada. No sabía cómo, aún. Pero Elena sintió el peso de esas palabras caer sobre la mesa como un vaso derramado.
Se levantó con cuidado, lo tomó en brazos nuevamente y lo llevó a la habitación. Lo acomodó entre sábanas suaves con dibujos de animales, le acarició el cabello húmedo de sudor infantil y lo observó mientras él comenzaba a cerrar los ojos lentamente, como si la oscuridad le llegara desde dentro.
Y entonces, por fin, sola en su propio espacio, Elena se permitió pensar en él.
En Adrián.
En cómo su rostro la había atravesado esa mañana, sin que él lo supiera. En cómo su voz, la misma que una vez la arrulló en una cama de hotel anónima, ahora le daba órdenes, cuestionaba sus decisiones, exigía resultados.
No había sido cobardía, se decía a sí misma una y otra vez. No buscarlo había sido… protección. Para Leo. Para ella. Para los dos.
¿Qué iba a hacer? ¿Buscarlo después de esa noche y decirle: “Hola, ¿te recuerdas de una noche sin nombres?, resulta que estoy embarazada” ¿Esperar que él la creyera? ¿Que asumiera una paternidad con un recuerdo borroso de un encuentro fugaz, en una ciudad donde la gente se olvida hasta de sí misma?
No.
No podía.
Y sin embargo, ahí estaba. En su vida. En su espacio. En su aire.
—¿Por qué ahora? —murmuró, desde el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Por qué tú?
Recordó la nota que él había dejado en la almohada aquella noche, escrita con su letra elegante:
“Gracias por no pedirme nada.”
Elena rio sin humor. No le pidió nada, no. Pero se llevó todo.
Se llevó su paz.
Y le dejó el milagro más perfecto y más devastador que había conocido.
Se sentó en el borde de su cama y tomó el celular. Tenía varias notificaciones sin abrir: correos del trabajo, mensajes de Isa con fotos de Leo durante el día, una invitación a una reunión del equipo a primera hora.
Y una notificación del calendario: “Chequeo pediátrico – martes 10:00 AM.”
Elena deslizó el dedo sobre la pantalla y luego la bloqueó de nuevo. Apagó la luz. Se quedó en la oscuridad, con el corazón golpeándole las costillas como si quisiera salir, correr, huir.
No podía decírselo. No aún.
Adrián no era un hombre que recibiera sorpresas con agrado. No era un hombre blando. Tenía los ojos de alguien que había enterrado cosas. Que no perdonaba con facilidad. Que protegía el orden de su mundo con uñas y dientes.
Y ella… ella ya lo había desordenado una vez.
Leo dormía profundamente al otro lado de la pared, ignorando que su existencia era un secreto construido con ternura y miedo.