Sólo una noche

Un suave roce

El ascensor se detuvo con un leve sacudón y un parpadeo de luces que dejó a Elena con el corazón en la garganta y la carpeta de planos temblando entre los brazos. El zumbido habitual del motor se apagó de golpe, como si el edificio entero hubiese contenido la respiración. Ella alzó la vista justo a tiempo para ver cómo los números en el panel digital titilaban y luego morían, dejando solo un rojo intermitente en el botón de emergencia.

Fue como todo lo que se refería a Adrián en su vida: Inesperado.

—No puede ser —susurró, apretando los labios.

—Perfecto —murmuró una voz detrás de ella.

Elena giró. Adrián Del Valle estaba apoyado en la pared opuesta del ascensor, con el teléfono móvil en una mano y una expresión que no parecía asustada, sino ligeramente irritada. Como si el mundo le debiera una disculpa solo por atreverse a fallar en su presencia.

Vestía un traje negro sin una arruga, camisa gris perla, sin corbata. El primer botón abierto dejaba ver parte de su clavícula y una cadena apenas perceptible. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, húmedo aún por la lluvia débil de esa mañana, y un ligero aroma a madera y cítricos flotaba en el espacio cerrado, colándose en los sentidos de Elena como una distracción peligrosa.

—¿Funcionó el botón de emergencia? —preguntó ella, intentando sonar más tranquila de lo que se sentía.

—Lo presioné dos veces. No contestan. Debe haber una falla en el sistema.

Elena asintió, incómoda. Solo a ella podía pasarle quedar atrapada en un ascensor con el padre de su hijo, quien además no tenía la menor idea de que lo era. En un edificio de veinte pisos. Un lunes. A media mañana. Y sin una gota de café encima.

Guardó los planos contra el pecho y se giró de nuevo hacia las puertas cerradas. Su reflejo le devolvió la mirada desde el acero. Había elegido una blusa blanca fluida de satén, que ahora se pegaba sutilmente a su espalda por los nervios, y un pantalón de corte alto color tabaco que resaltaba su figura sin intención alguna de provocar. Y sin embargo, se sentía expuesta. El encierro no ayudaba.

—No te gusta estar encerrada —observó Adrián, sin levantar la voz.

Elena lo miró por el rabillo del ojo.

—No me gusta estar encerrada contigo —respondió, y luego se arrepintió de inmediato—. Digo… no contigo específicamente. Con nadie. Es incómodo.

—Entiendo. Pero me halaga que pienses que tengo ese tipo de efecto en las personas.

El tono irónico la hizo girar. Lo vio sonriendo apenas, con una ceja alzada. No era una sonrisa amable, ni arrogante. Era la sonrisa de alguien que está midiendo los bordes de una conversación para ver hasta dónde puede empujar.

—¿Siempre eres así con tus empleadas? —preguntó ella.

—¿Así cómo?

—Olvídalo…—dijo como quien sabe huir de una batalla.

—¿Así cómo? —insistió él.

Entonces ella aclaró la garganta y tomó la confianza de decir lo que pensaba, aunque hubiese sido mejor aventarse de un helicóptero sin paracaídas:

—Insinuante. Inevitablemente irritante.

Él se cruzó de brazos, divertido.

—¿Eso piensas de mí? ¿Te doy esa impresión tan mala?

—Sí.

Entonces él volvió a sonreír, y negó con la cabeza.

—La respuesta es sí, pero sólo con las mujeres que presentan planos que me hacen pensar que tienen mejor gusto que yo.

Elena alzó una ceja, sorprendida. No esperaba que fuese tan descarado. Pero pensándolo bien, él era descarado cuando lo conoció, y de seguro, seguía igual.

—¿Eso fue… un halago?

—Es más una observación objetiva.

Ella se recargó en la pared, bajando lentamente por la superficie hasta quedar sentada en el suelo acolchado del ascensor. Cruzó las piernas y dejó la carpeta a un lado.

—Entonces, gracias. Supongo.

Adrián la observó desde arriba durante un par de segundos, y luego, para su asombro, se sentó frente a ella. Con movimientos lentos, como si no tuviera apuro en ninguna parte del mundo. Estaban más cerca de lo que esperaban. A menos de un metro. Lo suficiente para notar cómo los ojos de ella eran más dorados de cerca. Lo suficiente para que Elena notara que en la comisura izquierda de los labios de él había una pequeña cicatriz que solo se notaba cuando sonreía.

—No estás cómoda conmigo, Cruz —dijo él, sin rodeos.

—¿Debería estarlo?

—Eso depende.

—¿De qué?

—De si planeas seguir ocultándome algo.

Elena sintió que el estómago se le contraía.

—¿Perdón?

—No es una acusación —aclaró él, casi con tono de excusa—. Es una sensación. Hay algo en ti que se detiene cada vez que me hablas. Como si midieras cada palabra. Como si tuvieras miedo de que te descubra, ¿Estoy en lo cierto?

Ella sostuvo su mirada.

—Tal vez solo me das miedo.

Él ladeó la cabeza, como si lo considerara seriamente.

—Lo siento…No esperaba causar ese efecto. Debo parecerte un idiota.

—No, por supuesto. Tal vez yo soy más cobarde de lo que parezco.

La confesión salió de sus labios antes de que pudiera detenerla. Adrián la miró, esta vez sin ironía. Solo con una atención pura, sin adornos. Como si por un segundo se hubiese olvidado de ser el jefe, el hombre de negocios, el que nunca sonríe sin estrategia. Solo un hombre, sentado en el piso con una mujer que no le teme, pero que sí se protege.

El tiempo corría y con ello también el pesado velo que los separaba.

—No me pareces cobarde. Debo admitir que incluso eres algo intimidante.

—Porque aprendí a fingir.

Él sonrió.

—No creo que se pueda aprender a intimidar a los otros con un talento arrasador.

—Gracias, supongo. Me alegra que…

—No es un cumplido. Es algo objetivo. —interrumpió él.

Se hizo un silencio cálido entre ellos. No incómodo. Solo lleno de cosas no dichas. Elena bajó la mirada. Adrián la siguió con los ojos. Cuando ella recogió un mechón suelto de cabello detrás de la oreja, su muñeca rozó su rodilla sin querer. El contacto fue mínimo. Pero suficiente.




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