La plaza del palacio de Iridhal resplandecía con el fulgor de las coronas, las banderas y las flores que colgaban de los balcones. Pero, pese al aire festivo, cada rincón parecía medir las distancias con cautela. Una tregua forzada no se celebra... Se vigila.
Eryan caminaba por el pasillo central, envuelto en un manto de plata y azul profundo, los colores de su casa. Su rostro estaba sereno, como si no caminara hacia una sentencia disfrazada de ceremonia. Sus pasos eran suaves, pero cada uno pesaba como piedra.
Al fondo del altar alzaron un arco de cristal puro, tallado con la flor de la medianoche, símbolo de unión entre enemigos. Frente a él, de pie, esperaba Kael.
Vestía la armadura ceremonial de Velkan, oscura como la obsidiana, con el emblema del lobo grabado en oro sobre el pecho. Sus ojos, intensos como el acero recién forjado, no se apartaron ni un segundo del omega que se acercaba a él.
Los dos príncipes, uno de hielo y otro de fuego. Un lazo hecho para romper o renacer.
—Príncipe Kael de Velkan —dijo el Gran Maestre, abriendo el ritual—. ¿Aceptas esta unión bajo el pacto de paz y honor?
Kael apenas movió la cabeza. Su voz fue un filo envainado:
—Acepto.
—Príncipe Eryan de Iridhal. ¿Aceptas esta unión bajo el pacto de deber y destino?
Eryan alzó la mirada. Por un instante, sus ojos se cruzaron con los del alfa. Y en ese segundo, algo invisible se tensó entre ellos. No deseo. No afecto.
Un desafío silencioso.
—Acepto —respondió.
El anillo de cristal fue colocado en el dedo de Eryan. Un brazalete de hierro bruñido en el brazo de Kael. Símbolos de entrega… y vigilancia.
Cuando el Maestre declaró la unión sellada, hubo aplausos. Pero no fueron cálidos. No fueron genuinos.
Fueron políticos.
Esa noche, en la habitación nupcial, la tensión era una niebla espesa.
Kael se mantuvo de pie, observando los muros como si planeara una fuga. Eryan se sentó junto a la ventana, con la cabeza ladeada, analizando a su nuevo esposo como si leyera un mapa de guerra.
—No tienes que fingir cortesía —dijo Eryan, rompiendo el silencio—. Sé que me odias.
Kael giro lentamente hacia el.
—Entonces estamos de acuerdo. Yo tampoco confío en ti.
Un silencio más honesto que cualquier promesa llenó la habitación. Y aunque no se tocaron, algo se selló esa noche.
No con afecto.
No con caricias.
Sino con la certeza de que el verdadero combate acababa de comenzar.
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