La luna creciente colgaba sobre Iridhal como una media sonrisa de advertencia. Esa noche, el palacio estaba especialmente silencioso. Demasiado.
Kael había salido temprano, sin escolta, siguiendo los pasillos ocultos que los arquitectos de su padre le enseñaron a leer en los planos. Había aprendido a desconfiar de los lugares hermosos. Y de las personas bellas, aún más.
Se detuvo frente a una puerta entreabierta. Desde dentro se oía una voz baja, melódica. Sin saber por qué, Kael observó a través de la rendija.
Eryan cantaba.
Estaba solo, en lo que parecía una antigua biblioteca con columnas cubiertas de hiedra seca. La voz del omega era suave, casi frágil, pero no había debilidad en ella. Era una canción antigua, en un idioma que Kael apenas comprendía: runas del norte, de los tiempos previos a la división de los reinos.
La melodía hablaba de un lobo herido que miraba su reflejo en el agua y no se reconocía. De una flor blanca que crecía entre las cenizas. De dos mitades hechas para odiarse... y que terminaron salvándose.
Kael apretó los dientes. Dio un paso atrás, pero una tabla crujió bajo su bota. Eryan alzó el rostro, y sus ojos encontraron los del alfa en la penumbra.
No se asustó. No se sonrojó. Solo alzó una ceja, sereno.
—¿Espiabas? —preguntó, sin reproche, como quien pregunta por cortesía.
Kael se cruzó de brazos, sin molestarse en negar.
—No cantas como alguien que teme a su esposo.
—Y tú no escuchas como alguien que no guarda curiosidad.
Hubo un silencio tenso. Luego, Eryan se levantó y caminó lentamente hacia él. Sus pasos eran elegantes, medidos. Como si cada movimiento fuese parte de una danza invisible.
—¿Qué esperas de mí, Kael? ¿Sumisión? ¿Pasividad? ¿Que me esconda tras tus pasos como una sombra decorativa?
—Espero que no me claves una daga mientras duermo.
Eryan sonrió
—Si quisiera matarte, no usaría una daga.
Se quedaron a solo un paso de distancia. Tan cerca que podían olerse. Eryan olía a lavanda y tinta. Kael, a hierro y bosque seco.
—No soy tan frágil como aparento —susurró Eryan.
—Y yo no soy tan salvaje como parezco.
Por primera vez, no había veneno en sus palabras. Solo una verdad cruda, compartida.
Como una bestia que se mira en el espejo... Y ve algo familiar.