Sombras de los Draxil.

Capítulo 2.

"A veces, los monstruos no se esconden debajo de la cama; están justo afuera de la puerta"

No sé cuánto tiempo pasa mientras permanezco congelada en el suelo, con los músculos rígidos y el aire atrapado en mi garganta. Los pasos afuera se detienen, pero sé que siguen ahí. Lo sé porque la sensación de ser observada no desaparece. Es como si esos ojos dorados pudieran atravesar paredes, cortinas, y todo lo que creía seguro.

Abajo, todavía resuenan sus voces, ese extraño idioma que me provoca escalofríos y, de alguna manera, también me atrae. Pasan largos minutos hasta que escucho cómo sus pasos pesados se alejan, dejando atrás un silencio absoluto. Suelto el aire que había estado conteniendo sin darme cuenta. Miro mis manos, que siguen temblando, mientras el latido de mi corazón resuena en mis oídos. Sin previo aviso, las lágrimas comienzan a brotar. Por un momento, creí que vendrían por mí. Podría jurar que uno de ellos me vio, sus ojos dorados acechando mis sueños desde aquella primera noche.

Con esfuerzo, me levanto y voy a la cocina. Me sirvo un vaso de agua, y mientras lo bebo, noto cómo mis manos siguen temblando alrededor del vaso de vidrio. Cierro los ojos, inhalo y exhalo varias veces, intentando estabilizarme.

—No voy a dormir hoy —murmuro, mi voz quebrada.

El sonido áspero de mi voz es un recordatorio de lo poco que he hablado estas últimas tres semanas. Apenas he podido llamar a mis padres dos veces por semana; a veces es imposible porque los Draxil están patrullando cerca de donde viven. Extraño tener alguien con quien hablar. Mis ojos se posan en una foto enmarcada que tengo sobre el mesón de la cocina, y debo morderme el labio para no llorar otra vez. En la foto estamos mis dos mejores amigas y yo, disfrutando de un día de picnic en el parque. Una de ellas, Amanda, murió el día de la llegada. Lo supe por un mensaje de mi hermano, informándome de la terrible noticia.

Amanda, mi mejor amiga desde la primaria, falleció cuando esos monstruos llegaron. Sus padres, hermanas, sobrinos y amigos se enteraron a través de una publicación del Gobierno que anunciaba el reconocimiento de varios cadáveres. Lloré, como lo he hecho constantemente durante estas semanas, pero ese día, lloré hasta quedarme vacía. La noticia me destrozó tanto que no me levanté del sillón en cuatro días. El mundo se está desmoronando, la humanidad está al borde de la extinción, y yo solo podía llorar porque mi mejor amiga había muerto. Y aún la lloro. No hay un solo momento en el que no la recuerde. A veces, en medio de este silencio abrumador, casi puedo escuchar su risa. Repito una y otra vez en mi mente el último recuerdo que tengo de ella, y todavía no me atrevo a guardar las cosas que me regaló. Tampoco puedo quitar esa foto, porque es un recordatorio constante de la cruda realidad que todos estamos viviendo.

Aparto la mirada y me dejo caer sobre el frío suelo, apoyando mi espalda en el sillón desgastado. Cierro los ojos y me pierdo en la oscuridad durante tanto tiempo que empiezo a cabecear, abrumada por el cansancio emocional que me consume. Restriego mi cara con cansancio, sentándome en el sillón. Si no fuera por la electricidad que todavía funciona y el celular, no tendría idea de qué día es hoy, y mucho menos de la hora.

Alcanzo el celular y abro las redes sociales, una rutina que me resulta tanto un alivio como una tortura. Me impresiona ver tantos videos de jóvenes que se atreven a salir a la calle, ya sea de día o de noche, para realizar algún tonto reto y esperar que se haga viral en internet o morir en el intento. Parece que muchos de ellos solo anhelan un encuentro con los Draxil.

Me dirijo a mis mensajes y el primero que aparece es el de mi hermano, Benjamín.

Benjamín: "Hey, ¿pudiste dormir algo? Yo, fatal. A las 3 a.m. estaban patrullando en mi calle... Parecen más agresivos."

Me quedo un rato recordando las cosas tan normales y rutinarias que solíamos hacer. Todo eso ahora es solo una sombra, una falsa esperanza que se desvanecía con cada minuto que pasa. La realidad se cierne sobre nosotros, confirmando que estamos atrapados en esta pesadilla.

Mientras leo su mensaje, no puedo evitar sentir un nudo en la garganta. La vida que conocíamos se siente tan lejana, como si perteneciera a otro mundo. "¿Y si nunca volvemos a ver esa normalidad?" me pregunto, aunque en el fondo sé que es un pensamiento aterrador. "Todo se ha vuelto incierto. ¿Qué más podemos esperar?"

El silencio que me rodea es ensordecedor, y la soledad se apodera de mí de nuevo. Respiro hondo, tratando de aferrarme a las pocas cosas que aún me conectan a la realidad, a la esperanza de que tal vez, solo tal vez, encontraremos una salida a esta locura.

Me quedo un momento con el celular en las manos, leyendo el mensaje de mi hermano una y otra vez. Sus palabras resuenan en mi mente, pero me siento incapaz de responder algo coherente. Finalmente, tecleo un "sí, yo tampoco pude dormir" y dejo el teléfono a un lado.

La imagen de los Draxil patrullando su calle me persigue, sus siluetas recortadas en la penumbra de la madrugada, ese andar lento y calculado que parece acechar incluso a la distancia. Intento apartar esos pensamientos de mi cabeza, pero la verdad es que tengo miedo por él. Miedo de que algún día sea su nombre el que aparezca en la lista de los que ya no están.

El temblor vuelve a apoderarse de mis manos, y sin pensarlo, busco el control remoto. Enciendo la televisión, dejándola en un canal de noticias donde hablan sobre la última cuarentena impuesta en varias ciudades cercanas. No sé si me reconforta saber que no estamos solos en esto o si el saberlo me hunde aún más en la desesperación. La pantalla muestra a los reporteros hablando en sus estudios vacíos, sus voces bajas y tensas mientras repiten los mismos datos de cada día: números de desaparecidos, fragmentos de videos donde los Draxil aparecen como sombras fugaces, informes de los lugares más seguros en los que esconderse. Una vez más, el mundo parece un campo de batalla entre sombras y susurros.




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