Capítulo 2
Espadas y secretos
—¿Otro temblor? —inquirió Ángela, rompiendo el frágil silencio que había envuelto la habitación.
No hice falta que respondiera. Mi mirada, fija en las sombras de los árboles del bosque prohibido, bastaba para transmitir lo que sentía. Todavía podía percibirlo: un susurro atrapado en mi piel, ascendiendo desde el suelo hasta la cicatriz que ardía bajo las vendas. No era una sensación nueva, pero cada vez parecía más insistente, más demandante, algo en aquel lugar reclamaba mi atención.
Mis pensamientos regresaron al lazo dorado que había vislumbrado hace tan solo unos instantes, brillante y ajeno, un destello que no parecía pertenecer a este mundo. Y luego, la puerta prohibida, con sus bisagras robustas y esa cerradura pesada que ocultaba más secretos de los que mi padre estaba dispuesto a admitir. Sabía que él comprendía perfectamente lo que guardaba allí, aunque se negara a compartirlo. Incluso los guardias, parecían observarme con expectación y advertencia, esperando el momento exacto para delatarme.
Ángela seguía hablando sin parar, pero sus palabras se desdibujaban en mi mente. Mis dedos se aferraban a una mesita, mientras permitía que el bosque llenara mis pensamientos.
—¿Le gustaría desayunar? —preguntó Ángela. Tardé un instante en responder, sacudiendo la incomodidad de mi mente.
Tal vez, me dije, tal vez solo lo había imaginado.
Al pasar por el corredor, los guardias inclinaron la cabeza con respeto. Toqué ligeramente el hombro del muchacho a mi derecha, quien respondió con una sonrisa amistosa. Era un joven que padre había contratado tras un derrumbe en las montañas de Aldoria, donde perdió a su familia. su presencia siempre resulta amigable.
Descendimos por la escalera principal, donde los mosaicos blancos brillaban bajo la luz que entraba por los ventanales. La gran puerta de mármol estaba abierta de par en par, dejando ver el vestíbulo de piso pulido y paredes con bordes de madera y oro pulido. A ambos lados, columnas altas sostenían el techo, decorado con intrincados motivos florales, aves en pleno vuelo y candelabros grandes bañados en oro, demasiado para mi gusto.
A la derecha, la sala principal, siempre lista para recibir a cualquier visitante que se dignara a cruzar nuestras puertas. A la izquierda, el comedor principal descansaba en la penumbra de la mañana. Angela cruzo por la puerta de servicio, en dirección a las cocinas principales.
Mis pasos resonaron en el mármol mientras giraba a la sala principal, atravesando un pasillo decorado con fotografías de los antiguos Duques. Ninguna duquesa. Nunca ha existido. Una punzada de dolor bajo por la garganta al recordar el recuadro de oro de Aldrich que padre había colocado el mismo cuando cazo a su primer ciervo.
Solté un gran suspiro y avance, no era necesario seguir recordando el pasado. La luz de la mañana se derramaba a través de los ventanales bañando el vestíbulo. El silencio era casi palpable, roto el susurro de la seda de mi vestido contra los escalones.
Al cruzar el umbral del comedor, lo sentí antes de verlo. Su presencia alteraba el aire de una manera que mi cuerpo reconocía instintivamente. Ahí estaba él. Por su puesto. Él mestizo.
Era insultante como padre permitía que alguien de su... cuna ocupara un puesto tan cercano a la familia. Lo peor era su desfachatez, esa manera indecente de existir solo para irritarme. Siempre rondando por los pasillos, apareciendo en cada rincón de la mansión. Esa mirada, siempre demasiada atrevida para un sirviente, demasiado intensa para ser apropiada. Un caballero de verdad, un guardia del sequito del Gran Duque sabría mantener su distancia, conocería los limites que la sociedad impone. Pero él... siempre moviéndose como si las reglas fueran meras sugerencias, como si su sangre mesclada le diera el derecho.
Y esas notas... ¡Por los dioses! La indecencia de sus palabras, la forma en que se atreve a dirigirse a mí, como si fuéramos iguales. Como si tuviera el derecho de cortejarme. Es exasperante. Irritante. Completamente inapropiado.
Estaba de pie junto a una de las columnas. Aparentemente concentrado en ajustar los cubiertos de plata sobre la mesa. Vestía ese traje blanco de los guardias del sequito personal del Gran Duque, con bordes de oro, insignias de guerra y por su puesto, esa horrorosa insignia rosa que lo hacía parte del sequito. Sus manos se detuvieron al escuchar mis pasos. Me detuve justo frente a las puertas ya abiertas. Dejó una palma sobre la mesa pulida y volcó la cabeza atrás, donde yo estaba. Pero sus ojos... sus ojos nunca me engañaban.
Me recorrió con la mirada, lenta y deliberadamente, como si tuviera todo el derecho de hacerlo. El calor subió por mi cuello cuando noté como sus pupilas se dilataban al fijarse en el escote del corsé. Aprete los puños, furiosa conmigo misma por la forma en que mi piel respondía a su escrutinio.
—Mi señora —murmuró con esa voz grave—. Madrugando, como siempre.
Ignoré su comentario y me dirigí a mi lugar habitual. La silla raspó contra el suelo cuando intente sentarme, y en un instante él estaba allí, sus manos firmes sobre el respaldo, ayudándome con una gentileza que me enfurecía.
—No se acerque. Puedo sola. —mascullé entre dientes.
—Lo sé —respondió, y puede escuchar la risa en su voz—. Pero ¿por qué debería privarse de la ayuda cuando se le ofrece tan voluntariamente?
El roce de sus dedos contra mi hombro. Tan ligero que podría haberlo imaginado, envió una corriente eléctrica por mi columna. Me moví incomoda en la silla, intentando ignorar la calidez que emanaba de su cuerpo tan cerca del mío.
Pasos rápidos rompieron la tensión del momento. Angela apareció por la puerta de servicio que conectaba a las cocinas centrales. Sus mejillas rosas por la prisa.
—Señorita —dijo con una pequeña reverencia—. Padre y madre se disculpan, pero no podrán acompañarla esta mañana. El duque tiene asuntos urgentes que atender, y su madre esta indispuesta.
#5212 en Fantasía
#1881 en Personajes sobrenaturales
poderes magia habilidades especiales, misterio accion aventura confusion, fantasia amor muerte sangre
Editado: 16.02.2025