Capítulo 3
Los guardias.
Dicen que la curiosidad es una llama pequeña, inofensiva al principio, pero que puede devorar todo a su paso si no se controla. Tal vez por eso padre insiste en apagarla, sofocar cualquier chispa con las telas finas que envuelven mi brazo, con lecciones interminables sobre compostura y obediencia.
Esa herida me marcó desde niña, pero el verdadero dolor no está en mi piel... está en lo que no puedo olvidar...
Anoche, la voz regresó. No alzando gritos ni emitiendo advertencias, sino con un susurro helado que acarició mi mente, buscando las grietas en mi resistencia. Ven a mí, ven a mí... repetía, insistente. Incluso cuando el temblor del bosque cesó, aquellas palabras permanecieron, rozando los bordes de mi cordura.
A veces pienso que todo esto es locura. Tal vez lo sea. Pero si lo es, entonces mi locura está enraizada en algo tangible, en el corazón de ese bosque que no cesa de llamarme.
Ángela envuelve con cuidado las vendas alrededor de mi brazo para luego proceder con una tela de seda de un tono pálido, tal a mi piel. La insistencia de mantener todo en control es evidente, incluso para algo tan simple como un paseo al mercado. Aún no he dejado mi habitación, y ya siento el peso de las expectativas.
Desde que era niña, he sido presentada ante influyentes inversionistas, obligada a asistir a bailes interminables, conversaciones con otros duques que no terminan nada bien, visitas a la modista de la reina, todo bajo la estricta supervisión de madre. Según ella, es esencial asegurar que mi presencia como futura duquesa jamás pase desapercibida. Sin embargo, lo que más recuerdo de esos eventos son las miradas de desprecio que parecían perforarme, la condescendencia envuelta en sonrisas falsas.
Los recuerdos de la infancia se deslizan como sombras en mi mente: interminables bailes, rostros de inversionistas que se inclinan demasiado cerca, conversaciones tensas con otros duques. Madre siempre vigilando, siempre corrigiendo, obsesionada con convertirme en una duquesa, una princesa digna que nadie pudiera ignorar. Lo que más persiste de esos momentos no son las lecciones de etiqueta ni los vestidos de la modista real, sino las miradas. Esas sonrisas que esconden puñales, el desprecio mal disimulado tras cumplidos vacíos.
El ardor bajo las vendas me arrancó de esos recuerdos y me llevó a otro lugar. Al campo de entrenamiento, al mestizo. Sus dedos alrededor de mi muñeca mientras me enseñaba a detener una embestida, la sangre tibia deslizándose por mi piel. No se detuvo.
—El dolor es solo otra herramienta, mi señora —Su voz baja, casi un susurro, mientras sus dedos se cerraban con más fuerza—. Aprenda a usarlo.
Quise responder, pero su mirada me atravesó. Esa misma intensidad que ahora me persigue, que me hace revivir cada gesto, cada roce. Sus manos en mi cintura, ajustando mi postura. Un toque tan breve que nadie podría acusarlo de nada, pero lo suficiente para robarme el aliento.
—Confíe en mí —murmuró tan cerca que sentí su aliento en mi mejilla—. Si no la domina, el arma se volverá su enemiga.
El tirón de las vendas me devolvió al presente. Ángela terminaba de ajustarlas, pero yo aún sentía las manos del mestizo en mi piel.
—Está listo, señorita —la voz de Ángela cortó el hilo de mis pensamientos mientras ataba un pequeño lazo en las vendas. Sin perder el ritmo, tomo el sombrero que reposa a mi izquierda y lo coloco en la parte trasera de mi cabeza. Ángela me acerca un espejo pequeño.
—Está listo, señorita —dice Ángela al terminar de atar un lazo delicado en el extremo de las vendas. Sin perder el ritmo, tomo el sombrero que reposa a mi izquierda y lo coloco en la parte trasera de mi cabeza. Ángela me acerca un espejo pequeño.
El sombrero, uno de los favoritos de madre, está confeccionado en un suave tono marfil con un lazo azul pastel que lo adorna. Mientras me ajusto los detalles, noto la sombra de madre en el umbral de la puerta. Su mirada se desliza hacia los rincones de mi habitación, y su expresión se endurece al observar el sombrero caer al suelo. Ángela, arrodillada, recoge con discreción unos zapatos que había escondido bajo la cama, provocando un bufido de desaprobación de madre.
—¿Estás lista? —inquiere madre, sus ojos escrutando cada detalle de mi vestido azul pastel. Es el diseño más reciente de la modista, quien parece deleitarse elaborando creaciones cada vez más aburridas, ignorando mi aversión a los corsés y a todo lo que implique incomodidad. Ángela se levanta justo cuando madre se retira, sus pasos resonando en el pasillo. Una vez solas, Ángela se inclina hacia mí con una sonrisa traviesa.
—Señorita, deberá encontrar otro escondite para estos zapatos —dice mientras patea con disimulo un par de zapatos de tela, desgastados y sucios.
La aparto con dos suaves palmadas y una sonrisa. Debo admitirlo, hay algo en desafiar a madre que me llena de satisfacción. Aunque odio las consecuencias, disfruto demasiado el momento. ¿Cuatro horas en manos de la modista como castigo? Preferiría soportar los malos chistes del amigo de padre.
Me levanto de la cama al notar que el sol comienza a ocultarse. Si quiero visitar el mercado, debo apresurarme; me quedan menos de dos horas. Sin embargo, al cruzar el umbral, madre me detiene.
—Sabes lo que sucederá si vuelves a ataviarte como un hombre y provocas alborotos en el pueblo —su tono es afilado, pero su rostro permanece sereno, un muro inexpugnable. Aprieto los labios, conteniendo la risa que amenaza con escaparse. Imaginar los rostros escandalizados de los nobles al verme cabalgar con pantalones hace que mis hombros tiemblen.
—No se preocupe, madre, mantendré el decoro —respondo con una inclinación de cabeza, aunque el sarcasmo se filtra en mi voz con descaro. Su mirada se estrecha.
—Wilhelmia, esto no es un juego. Tus acciones tienen consecuencias, y esas consecuencias recaen sobre esta familia. Ya es suficiente con... —hace una pausa, y sus ojos se deslizan hacia mi brazo vendado—. No quiero más razones para que hablen de ti.
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Editado: 21.01.2025