Sombras de poder

4

Capítulo 4

Desaparecidos.

Al cruzar el puente que daba entrada a la ciudad, el ruido de las calles pareció desvanecerse por un momento, dejando un silencio extraño, pesado, como si el aire mismo se contuviera. Las flores de la reina ya empezaban a brotar, marcando esa temporada en la que los rumores florecían incluso más rápido que los pétalos. Esos susurros venenosos que los nobles compartían a escondidas, creyendo que nadie más estaba escuchando, parecían flotar en el ambiente. Y yo los sentía. Cada mirada que me seguía mientras avanzábamos era un recordatorio de que, aunque no había puesto un pie fuera del carruaje, ya estaba siendo juzgada.

La gente cercana a padre hacía pequeñas inclinaciones al verme, pero no había respeto en esos gestos. Era otra cosa, algo frío, una especie de sentencia disfrazada de cortesía. Era el peso de estar en un pedestal que no elegí y que ellos parecían ansiar derribar. Las mujeres evitaban mirarme, algunas con expresiones que oscilaban entre la incomodidad y el desprecio. Los hombres, por su parte, apenas inclinaban la cabeza, con una actitud que no dejaba lugar a dudas: Ella no debería estar aquí, pero aquí está, y no me gusta.

Lo sentí antes de verlo. Era como una sombra que se deslizaba en los bordes de mi consciencia, ese presentimiento que hace que la piel se erice. Y al girar la cabeza, ahí estaba.

Darian se recostaba contra la pared, medio oculto entre los guardias, con esa sonrisa suya que me revolvía el estómago. Sus brazos cruzados, su postura despreocupada, como si tuviera todo el derecho del mundo a estar ahí. Como si no importara. Nuestras miradas se encontraron y sentí ese golpe familiar en el pecho, esa mezcla de rabia y algo más que me negaba a nombrar. Aparté los ojos, pero el daño ya estaba hecho.

Siempre era así con él. Aparecía en los momentos menos esperados, como una astilla bajo la piel que no logras extraer. Se deslizaba en los márgenes de mi vida, observando, esperando... ¿qué?

—¿Está todo bien, señorita? —el susurro de Angela me devolvió al presente. Sus ojos se movieron discretamente hacia donde él estaba, y supe que ella también lo había notado.

—Sí, sigamos —las palabras salieron cortantes, afiladas por una emoción que no quería examinar.

Apresuré el paso, pero algo me traicionó. Algo me hizo mirarlo una última vez. Y lo peor no era su presencia, ni siquiera esa sonrisa insoportable. Era la forma en que sus ojos me seguían, como si viera más allá de las vendas y los secretos. Como si me conociera. Y eso, más que nada, era lo que me aterraba.

Un niño tropezó frente al carruaje, sus ojos se encontraron con los míos y el terror floreció en su rostro. Se arrastró hacia atrás, sus pequeñas manos raspando contra las piedras del camino. Una mujer se abalanzó sobre él, su cuerpo temblando mientras lo recogía entre sus brazos. Sus disculpas brotaban entrecortadas, mezclándose con los murmullos de la gente que los rodeaba, protegiéndolos como si yo fuera una bestia sedienta de sangre.

Sentí mi mandíbula tensarse hasta doler.

El fardo de los dioses. Así me llamaban. Nunca frente a mí, claro, pero tampoco lo suficientemente lejos como para que sus palabras no llegaran a mis oídos. Decían que los dioses me habían puesto aquí como castigo, no como bendición, una carga destinada a recordarles lo frágil que era el equilibrio del mundo. Y cada vez que caminaba por el mercado, lo sentía. Las miradas eran dardos invisibles, cargados de resentimiento. No me veían como una persona. Me veían como un símbolo, la personificación de su impotencia, su rabia, su frustración.

Esa mujer —murmuraban— que nunca ha trabajado, que no sabe lo que es el hambre ni el dolor. Nos mira desde lo alto, como si su vida fuera un capricho divino y no algo construido sobre las vidas que fertilizaron esta tierra con sangre y sacrificio.

No era el fardo de los dioses. Era el fardo del pueblo, el reflejo de un privilegio que no había ganado, que simplemente me había sido entregado por un linaje que cargaba consigo el peso de incontables vidas arrebatadas. ¿Cómo podían verme de otra manera?

Pero no solo ellos me despreciaban. Incluso entre los nobles era un recordatorio incómodo de todo lo que no podían controlar. Para ellos, era un adorno valioso, pero defectuoso. Mis cicatrices eran prueba de que no era perfecta, y mi lengua, demasiado afilada, una amenaza constante a su autoridad. Intentaban moldearme, domar mi espíritu para que encajara en sus esquemas, pero siempre fallaban. No era lo suficientemente dócil para que me ignoraran, ni lo suficientemente impecable para que me alabaran. No encajaba en ningún lugar, atrapada entre el odio del pueblo, que me veía como un símbolo de opulencia, y el desprecio de los nobles, que esperaban más de mí.

El mito decía la verdad, aunque no como ellos pensaban. No era el fardo de los dioses. Era el fardo de todos los demás.

Soy la futura duquesa, prometida del heredero al trono de Aldoria, destinada a gobernar no solo este reino, sino también los territorios que el linaje de mi familia conquistara. Y, sin embargo, cuando me enfrentaba a estas personas, mi gente, y veía en sus ojos todo lo que callaban, me sentía perdida.

Madre solía decirme que el pueblo siempre me vería como una amenaza, no por lo que hiciera, sino por lo que pudiera llegar a hacer. El día que entiendas eso —me advirtió una vez— será el día en que más temas a tu propio poder.

Padre me ofreció como obsequio al primogénito del rey Marcus. Una pieza en un juego político, un regalo envuelto en seda y expectativa. Pero más allá de los títulos y las alianzas, algo latía en mí, algo que ni padre ni el rey podían revocar.

Desde mi nacimiento, un lazo extraño había permanecido atado a mi alma. En cada aniversario de mi llegada al mundo, sentía cómo se tensaba más, como si buscara con desesperación aquello que debía conectar. Padre decía que era un lazo tejido con la luz de la luna llena, un acto de magia antigua que había dejado su marca en mí. Ese lazo vivía, blanco y puro, una llama débil que ardía dentro de mi ser.




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