Sombras de poder

5

Capítulo 5

Cadenas invisibles

Al regresar al carruaje, un dolor profundo y sofocante se instaló en mi pecho. Tantas vidas perdidas, mientras los nobles se entregaban a sus banquetes y bailes, celebrando el reino sin detenerse a notar las ausencias que dejaban tras de sí.

Angela dejó caer sus manos sobre las mías, un gesto discreto que, aunque no necesitaba palabras, llevaba consigo un intento de consuelo. Mylon me observaba desde su asiento, y en su mirada encontré algo más que preocupación.

—Con su permiso, mi señora —dijo tras una pausa incómoda, rompiendo el silencio del interior del carruaje—. Mi madre y yo vivíamos cerca del mercado, y hace un mes la gente comenzó a desaparecer. Sin pistas, sin señales. Yo... solo quería decirle que no es culpa suya, si eso es lo que está pensando.

Mis manos se tensaron sin darme cuenta.

—Gracias —murmuré, dejando que la única palabra que pude articular escapara entre mis labios. Mi mirada se perdió entonces en el camino que nos llevaba de regreso.

El trayecto se alargaba en una calma tensa, aunque el crepúsculo lograba templar algo en mi interior. El sol, descendiendo lentamente, arrojaba tonos cálidos sobre la ciudad, bañándola en un resplandor melancólico. Los cantos de los pájaros se entrelazaban con el suave vaivén del carruaje, un ritmo que parecía calmar las calles al despedirse del día. Pasamos frente a las grandes mansiones de los nobles: la de la emperatriz, majestuosa y fría como un monumento olvidado; las de los duques del norte y del sur, testigos silenciosos de riquezas acumuladas con sangre; y aquellas de los hombres sin título, quienes sostenían sus lujos con apuestas y secretos que nadie osaba desenterrar.

La mansión finalmente apareció frente a nosotros, sus muros reflejando los últimos destellos de luz, pero no fue el sol lo que capturó mi atención. Allí, inmóvil en la entrada, estaba él. Padre. Su figura erguida y rígida proyectaba una autoridad que helaba la sangre. Su bastón descansaba en su mano como una extensión de su propio poder. No dijo una palabra, pero el aire a su alrededor se cargaba de algo indescriptible, un presagio que pesaba más que cualquier amenaza.

Y entonces lo vi.

El carruaje. Grande, oscuro, su superficie de negro azulado parecía absorber la luz, devorándola hasta dejarla sin rastro. Las figurillas doradas que adornaban los bordes no eran meros adornos; marcadas con símbolos que hablaban de poder incuestionable. A su alrededor, seis guardias permanecían inmóviles, sus rostros tallados en piedra, con plumas blancas ondeando en sus sombreros.

Mis dedos buscaron algo que sostener, algo que pudiera anclarme al momento, pero no encontré nada. Solo el peso del entendimiento que cayó sobre mí como una losa.

El carruaje dio la vuelta a la fuente central, sus ruedas chirriaron contra las piedras mientras el crepúsculo se desvanecía. Mi padre, inmóvil en lo alto de las escaleras, no era la figura de un hombre que recibía a su hija. Era la de un general enfrentando a un superior, un soldado a las puertas de la guerra. Todo lo demás encajaba: su traje cuidadosamente planchado, donde cada insignia de guerra resplandecía como un trofeo; mi vestido azul pastel, que detestaba profundamente, elegido no por mí, sino porque era el color favorito de aquel hombre. Del rey.

El mestizo descendió con movimientos rápidos, abriendo la puerta del carruaje con una suavidad casi ceremoniosa. Uno de los guardias colocó los escalones de madera, y Mylon bajó primero, ofreciéndome su mano. Mi mirada se posó en la suya, y durante un instante consideré la posibilidad de escapar, de correr hasta que mis piernas no pudieran más.

La decisión se desvaneció cuando una mano áspera y callosa me arrebató del carruaje sin aviso. Angela llegó a tiempo para sostenerme por la cintura, evitando que cayera de rodillas en los escalones.

—¿Qué esperas? —dijo padre, su voz era dura, cortante, un látigo que me hizo estremecer. Su mano se cerró sobre mi brazo con fuerza, como si empujara a un prisionero hacia los calabozos—. El rey no tiene tiempo para tus tonterías, Wilhelmia.

Apreté los labios, mis pensamientos se nublaron con los ecos de nuestro último encuentro. Recordé el filo de su espada apuntando a mi cuello, la rabia contenida en sus ojos y mis propias palabras, cargadas de desafío, lanzadas sin pensar. Había temblado, lo noté, aunque intentó ocultarlo. Me aparté de padre con un brusco manotazo, sus dedos soltándome con sorpresa. No respondí de inmediato, mi pecho se llenó de rabia y determinación mientras Angela me seguía de cerca, en silencio. Los guardias, atentos como halcones, colocaron sus manos sobre las empuñaduras de sus espadas, listos para cualquier señal.

—No seas estúpida —gruñó padre—. Es el rey. Debes obedecer, dejar tus tonterías de una vez.

Me detuve, girando lentamente hacia él, sintiendo cómo el aire parecía volverse denso a mi alrededor. Mi pecho ardía con una furia, pero no era suficiente para contener el temblor que amenazaba con traicionarme. Mi respiración se aceleró y, por un momento, las palabras que había pronunciado resonaron en mi mente.

¿Qué estoy haciendo? La certeza de haber cruzado un límite se asentó como un peso en mi estómago. Padre siempre había sido una figura intocable, una sombra que lo abarcaba todo. Enfrentarlo no estaba en mi naturaleza. Nunca lo había estado.

Quise retroceder, morderme la lengua, y pedir su perdón, pero algo dentro de mí se negó. Una chispa, pequeña y feroz, se encendió en mi pecho. No era solo furia lo que sentía, era algo más profundo, una herida abierta que había permanecido en silencio demasiado tiempo. Recordé aquella noche en la que el rey intentó tocarme, sus manos gruesas y repugnantes acercándose sin recato mientras las palabras se ahogaban en mi garganta. Y él no hizo nada. Mi padre —que siempre me había pedido que me defendiera, que me entreno hasta el cansancio para que fuera fuerte—, había desviado la mirada, como si mi sufrimiento no fuera digno de su atención, como si yo no valiera siquiera una palabra en mi defensa.




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