Sombras de poder

8

Capítulo 8

Ira.

Desperté ahogándome en mis propios pensamientos. La oscuridad se pegaba a mi piel como una segunda capa, densa y sofocante. El espejo roto seguía en su lugar, y eso me recordaba firmemente lo que había sucedido. De lo que me había convertido. Al observar el techo, me percaté de que había vendas en mi cuerpo y nudillos, picaban. ¿Angela me había atendido mientras dormía?

Estaba acostada sobre las sábanas, arrugadas; tensas, y aunque mi mente quería permanecer en la oscuridad de un sueño, donde yo era una campesina alejada de la nobleza, mi corazón me obligaba a enfrentar la cruda realidad.

Tomé las riendas. Mi corazón me clamaba que me levantara y luchara, que alzara la voz.

Así que cerré los ojos, dejé que el sonido de los pajarillos cantando inundara mi mente. Mis músculos protestaron al moverme, la bata caía como peso muerto sobre mis hombros. El roce de la tela áspera me hizo temblar.

El sol había nacido y muerto cinco veces desde que me rompí ante Angela, y aun así, mi mente seguía atrapada en la misma espiral de dudas. Durante cinco días me había plantado frente a la ventana, observando a los sirvientes perfilar los arbustos del jardín central, a los guardias apostados en cada entrada, protegiendo este lugar que me ahoga. Y, aun así, yo seguía aquí, preguntándome si debía hacerlo, si debía dar el paso o simplemente retroceder y bajar la cabeza una vez más.

Las mujeres no tenemos voz, ni voto. Nuestra vida no nos pertenece. Pero... ¿y si pudiera cambiar eso? ¿Y si existiera una elección? Aunque solo fuera por un instante, aunque solo me costara todo...

Sentí algo húmedo deslizarse por mis mejillas y, al levantar una mano temblorosa, descubrí que estaba llorando otra vez. Mis dedos, torpes, intentaron limpiar las lágrimas con movimientos bruscos. ¿Por qué seguía permitiéndolo? ¿Por qué les seguía entregando estas pequeñas victorias, este trozo de mi alma que parecía quebrarse con cada sollozo? No. No podía darles más. Si existía una elección, aunque solo fuera esta, sería mía. Me obligué a secar las lágrimas, a alzar el rostro y apartar el dolor que se aferraba a mi pecho. Ellos nunca tendrán el poder sobre mí.

Cuando me levanté de la cama, mis piernas temblaron, débiles, pero me obligué a mantenerme en pie. Miré hacia el espejo al otro lado de la habitación, aparté la mirada rápidamente, temiendo lo que encontraría. No podía evitarlo. Necesitaba verlo. Necesitaba ver lo que había quedado de mí, necesitaba verlo otra vez.

Di un paso tras otro, tambaleándome. Cuando llegué al espejo, lo enfrenté como si fuera un enemigo. Mis manos se aferraron al marco, los nudillos blancos, y levanté la mirada.

Ahí estaba en un espejo roto. Una mujer que no reconocía. La piel pálida y cetrina, los ojos hundidos, las ojeras marcadas en sombras oscuras. Parecía alguien que había sido arrastrada por el fuego y abandonada en las cenizas. Mis labios, resecos y rotos, no podían articular palabra alguna. Incluso mis hombros, alguna vez erguidos con la fuerza de mi orgullo, ahora caían. Mi cabello, enmarañado y opaco, caía en mechones sin vida sobre mis hombros.

Mi piel estaba cubierta de moretones, pequeños rasguños que serpenteaban como grietas en porcelana rota. Estaba tan delgada que cada hueso parecía sobresalir. Delgada. Vacía. Débil.

El vestido que Angela había arrancado de mi cuerpo yacía tirado detrás del mueble. Estaba manchado de mi vómito, desgarrado en los costados, roto por mis propios intentos fallidos de quitármelo. Mi mirada vago por la habitación, entre el armario y la bandeja con un nuevo pan duro, luego volvió al espejo.

No aparté la mirada esta vez. Pero, aunque esa imagen reflejaba todo lo que había perdido, también mostraba algo más. Esa llama. Ahí estaba, brillando en mis ojos, pequeña, frágil, pero real.

—Haré que todos ardan en el vil infierno. —Las palabras escaparon de mis labios antes de que pudiera detenerlas, pero no me arrepentí. La madera se estrelló, y una parte del espejo se estrelló con una pequeña grieta.

Toqué mi cuello, buscando algo que ya no estaba. El collar de rubí que había arrancado yacía roto en el suelo, las piedras acomodadas en un rincón de mi habitación como pequeñas gotas de sangre. Me agaché, recogiendo una de ellas entre mis dedos.

Y luego, las dejé caer, escuchando el leve golpe que resonó en el mármol. No más joyas. No más disfraces.

Me obligué a vestirme, la bata cayó y mi cuerpo desnudo tembló ante la brisa suave. Mis manos temblaron al abotonar el vestido simple que Angela había dejado sobre la silla un día antes de la aparición del rey. No era como los vestidos que madre solía elegir para mí. Era modesto, casi tosco, pero ligero, y me permitía moverme sin sentirme atrapada.

Cuando estaba lista, me miré por última vez en el espejo. La mujer que me devolvió la mirada seguía rota, pero ahora había algo más en ella. Una determinación que ni el hambre, ni la debilidad, ni el miedo podían apagar.

Me detuve frente al espejo roto una última vez antes de salir. Los fragmentos me devolvían diferentes versiones de mí misma: la niña asustada, la mujer rota, la furia naciente. Toqué uno de los pedazos con la punta de los dedos, y una gota de sangre brotó, brillante contra el cristal.

Las cosas rotas pueden convertirse en armas, había dicho Aldrich una vez. En ese momento no lo entendí, pero ahora... ahora cada grieta en mi interior se estaba transformando en un filo.

Respiré hondo, sintiendo el aire llenar mis pulmones como fuego. Ya no sería su muñeca perfecta, su mercancía para vender al mejor postor. Sería algo más. Algo que ellos nunca esperaron crear cuando intentaron destruirme.

Sería su perdición.

(***)

El pasillo estaba en silencio cuando comencé a avanzar. El mármol frío bajo mis pies crujió con cada uno de mis pasos, el eco se encargaba de mi presencia en una inmensidad vacía. Cada sonido resonaba más fuerte de lo normal, como si las paredes estuvieran observándome, juzgándome.




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