Sombras de poder

9

Capítulo 9

Cobardía.

Las sirvientas, silenciosas, tiraron de mi vestido con manos cuidadosas pero firmes. No hubo palabras entre nosotras, solo el ruido seco de la tela al caer al suelo, la venda de la cicatriz cayo junto con la ropa interior. Me sentí expuesta, vulnerable bajo sus miradas que evitaban mi piel. Apreté los labios, manteniendo la barbilla en alto. El orgullo era lo único que me quedaba, y no iba a permitir que me lo arrebataran también.

El vapor del baño envolvía la habitación. La tina llena de agua caliente humeaba, el aroma a jabón impregnando el aire. Las sirvientas se movieron para ayudarme, pero levanté una mano, deteniéndolas.

—Saldré cuando terminé. —dije, mi voz tan firme como me permitieron mis fuerzas.

Ambas vacilaron. Martha, con las mejillas enrojecidas, miró a Teodora buscando dirección. La otra asintió y dio un paso atrás, inclinando ligeramente la cabeza.

—Estaremos afuera si nos necesita, señorita. No tardaremos —dijo, antes de guiar a la joven hacia la puerta.

Esperé hasta que la puerta se cerró antes de meterme en el agua. El calor envolvió mi cuerpo con una fuerza abrumadora, arrancándome un jadeo que no pude controlar. Cada músculo protestó al principio, el simple contacto era algo tan reconfortante, pero se sentía como una tortura.

Hundí el rostro entre las rodillas y dejé que el agua caliente aliviara los rastros de los golpes, aunque no podía hacer nada por las cicatrices que ardían más profundamente.

Por un momento, el único sonido fue el de mis propias respiraciones, lentas y entrecortadas. Pero entonces, más allá de la puerta, escuché algo. Un sollozo apenas contenido, una voz temblorosa que luchaba por mantenerse en silencio. Era la sirvienta más joven. Sus palabras, entrecortadas y llenas de angustia.

—No puedo... No puedo verla así... Es... es nuestra culpa.

Teodora habló después, su tono bajo y severo. Intentaba mantener el control, aunque había una grieta en su voz.

—Silencio. Si alguien te escucha, nos colgaran a todas. Haz tu trabajo y calla.

Mis dedos se apretaron contra el borde de la tina, la humedad resbalando por mis palmas. Cerré los ojos, intentando ahogar las palabras en el agua, pero seguían allí, perforándome desde el otro lado de la puerta. La joven sollozaba, y yo no sabía si quería gritarles que se callaran o unirme a su llanto.

—¿Qué acabo de hacer? —murmuré al fin, mis palabras flotando en el vapor de la habitación.

La rabia que había sentido minutos antes seguía ahí, pero ahora estaba acompañada por algo más pesado, algo que se aferraba a mi pecho y no me dejaba respirar. Mi reflejo en el agua era una sombra, los ojos hundidos y la piel pálida.

Las lágrimas comenzaron a caer sin que pudiera detenerlas. Mis sollozos eran silenciosos, rotos, como si mi cuerpo no tuviera fuerzas ni para llorar con toda la intensidad que necesitaba. El agua se mezclaba con mis lágrimas, y por un momento pensé en hundirme por completo, dejar que el calor del agua me tragara hasta que no pudiera sentir más. Pero no lo hice. Había prometido no llorar más, pero esa promesa parecía tan lejana como la niña inocente que una vez fui.

La puerta se abrió de golpe. El sonido me sobresaltó, haciendo que el agua de la tina se agitara. Las sirvientas entraron cargadas de toallas y esponjas.

—¡Les dije que me dejaran sola! —El grito escapó de mi garganta, ronco, desgarrado. La pequeña Martha se estremeció, sus piernas cedieron y las toallas se desparramaron por el suelo como nieve sucia. Quise levantarme, ayudarla, disculparme, pero la forma en que me miraba... ese terror en sus ojos pequeños me atravesó como un puñal.

Me levanté de la tina, el agua escurriendo por mi piel maltratada. La pequeña —no podía tener más de siete años— retrocedió arrastrándose, sus dedos temblando. Extendí mi mano hacia ella, intentando que mi voz sonara más suave de lo que me sentía por dentro.

—Lo siento —susurré—, levántate. No te asustes, niña.

Algo cambió en su mirada entonces. Un destello de luz atravesó sus ojos rasgados, y cuando sus dedos rozaron mi palma, una sonrisa tímida iluminó su rostro. Le faltaba un diente, y por un momento, esa inocencia hizo que mi corazón doliera un poco menos.

Teodora cubrió mi cuerpo desnudo y me guio de vuelta a la tina. Sus manos trabajaron en silencio, lavando mi cabello con aceites perfumados, frotando mi piel con jabones y esponjas. No dijeron nada. La pequeña me observaba desde un rincón, ordenando toallas y frascos, y el miedo en sus ojos había sido reemplazado por algo parecido a la curiosidad.

Cuando terminaron, me sentía limpia por fuera, pero las marcas seguían allí.

—Pueden irse. —murmuré, cuidando que mi voz no asustara a la pequeña que se escondía tras su compañera como un ratoncillo asustado.

Teodora asintió y salieron. Me quedé mirando el techo, contando las grietas en el mármol, buscando el valor que parecía haberse escurrido con el agua. Mis dedos se aferraron al borde de la tina hasta que los nudillos se volvieron blancos. Un respiro, dos, tres... y me obligué a levantarme.

Las piernas me temblaban, y entonces las vi: esas marcas oscuras en mi entrepierna, huellas violáceas que contaban una historia que mi mente se negaba a recordar. El reflejo en el agua me devolvió una imagen del rostro de Aldrich. Intenté mantenerme en pie, aferrarme al aire mismo si era necesario, pero mi cuerpo cedió bajo el peso y caí.

El mármol frío besó mi piel mojada, y me quedé allí, con la mejilla presionada contra el suelo, observando cómo las gotas de agua formaban pequeños charcos a mi alrededor.

El golpe resonó por toda la habitación. Esta vez las sirvientas no esperaron una orden: entraron corriendo, sus pasos apresurados sobre el mármol mojado. La pequeña ahogó un grito al verme, pero Teodora actuó con rapidez. Entre las dos me ayudaron a incorporarme mientras una toalla gruesa envolvía mi cuerpo tembloroso.




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