Capítulo 10
La corte.
El camino hacia el carruaje era más pesado de lo que había imaginado. El vestido verde pastel rozaba el mármol con cada paso, y el corsé apretado parecía una prisión, dejando mi pecho luchando por cada respiro. Las sirvientas habían trabajado con precisión en cada pliegue, asegurándose de que no hubiera un solo defecto, pero mi mente estaba lejos de la perfección de la tela o de los murmullos que resonaban a mi alrededor.
Al final del camino, el carruaje aguardaba, brillante y solemne bajo la luz del día. Padre estaba junto a Alana, sus figuras rígidas como estatuas mientras conversaban en voz baja. Su mirada fue la primera en encontrarse con la mía, severa y cargada de advertencias silenciosas. Alana, en cambio, esbozó una sonrisa apenas perceptible, suficiente para recordarme que disfrutaba de mi desgracia.
El salón principal se extendía frente a mí, un espacio grandioso que parecía aún más vasto bajo la luz que se filtraba por los ventanales altos. Cada paso que daba hacia la salida pesaba más que el anterior, y aunque el carruaje aguardaba en el exterior, mi mente no podía avanzar más allá del siguiente tramo de mármol.
Mientras me acercaba al final del pasillo que conectaba con las cocinas, una figura conocida emergió de las sombras. Albert apareció desde uno de los pasillos laterales, sus manos ocupadas con un paño limpio que apretaba entre los dedos. Al notar mi presencia, su postura se enderezó con una rapidez que traicionaba la fatiga de sus años. Su rostro se iluminó brevemente, pero la preocupación pronto reemplazó cualquier otro sentimiento.
—Señorita Wilhelmia —dijo con una voz que intentaba mantenerse firme, pero en la que se colaba una nota de angustia. Se detuvo a unos pasos de distancia, sus ojos recorriendo mi rostro con una intensidad que no necesitaba palabras. Soltó el paño que llevaba y avanzó un poco más, hasta que la cercanía le permitió bajar la voz.
—¿Se encuentra bien? —preguntó en un tono bajo, cargado de genuino interés. — escuche gritos y sollozos hace un momento.
—Estoy bien, Albert —mentí, esforzándome por sonreírle aunque mis labios no obedecían del todo.
Albert ladeó ligeramente la cabeza, como si pudiera ver a través de mi fachada. Sus manos temblaron apenas cuando extendió una hacia mi brazo, tocándolo con suavidad, como si temiera quebrarme.
—No debería cargar con esto sola, señorita. —Su voz tenía un peso que me hizo sentir como si las paredes mismas se inclinaran hacia mí, compartiendo su preocupación. Seguramente escucho la conversación con Madre. —Recuerde que siempre puede contar con quienes la queremos.
El gesto fue tan simple, pero al mismo tiempo tan reconfortante, que sentí cómo algo en mi interior se tensaba y aflojaba al mismo tiempo. Una pequeña chispa de calidez atravesó el frío que había cargado hasta ese momento.
—Gracias, Albert. —murmuré, y por un instante, mi sonrisa fue más real de lo que esperaba.
Él me observó unos segundos más antes de asentir lentamente, como si aceptara mi respuesta, aunque no creyera en ella del todo. Dio un paso atrás y dejó que continuara mi camino.
Mi respiración se volvió más pesada mientras me acercaba, como si el aire alrededor del carruaje fuera más denso, más difícil de atravesar. Pero justo antes de llegar al final del pasillo principal, sentí un tirón repentino. Una mano fría y firme atrapó la mía, y en un movimiento rápido, me arrastró hacia las sombras.
Un jadeo quedó atrapado en mi garganta mientras mi espalda chocaba contra la pared fría de un pasillo olvidado. El mármol estaba cubierto por manchas de hollín y marcas de un incendio que había sellado esa parte de la mansión años atrás. El espacio era estrecho, casi claustrofóbico, y el olor a humedad llenaba el aire. La oscuridad era total, salvo por un rayo de luz que se filtraba por una rendija en el techo.
Mi pecho se comprimió al instante, y un nudo se formó en mi garganta. Las sombras me abrazaron con una familiaridad cruel, y por un momento escuché, en mi mente, la risa del rey Curvus, burlona, desgarradora. El aire se volvió denso, y una sensación de asfixia comenzó a consumir mis sentidos.
Sin embargo, antes de que pudiera procesar lo que ocurría, lo supe. Podía sentirlo incluso antes de verlo. La asfixia y las risas en mi cabeza se esfumaron en un segundo.
Darian.
—¿Qué está haciendo?
—Silencio. —murmuró, su tono más brusco de lo habitual, pero no había ira en sus palabras.
—Apártese —ordené, aunque no lo toqué. Estaba tan cerca de mí que podía sentir su respiración rozar mi frente. Su figura bloqueaba el estrecho pasillo, y por un momento, la oscuridad me pareció demasiado asfixiante—. Le he dicho que se aparte.
Llevé una mano hacia su pecho, decidida a empujarlo, golpearlo si era necesario. Pero antes de que mi mano pudiera alcanzarlo, la suya atrapó la mía en el aire. Su toque, firme pero contenido, me sorprendió, y por un instante, el mundo se detuvo. Una corriente indescriptible recorrió mi cuerpo, un destello que me dejó sin aliento.
Ambos retrocedimos al mismo tiempo, como si el contacto hubiese quemado nuestras pieles. Mis dedos quedaron suspendidos en el aire, mientras él apartaba la mano rápidamente, casi avergonzado. Nuestras miradas se encontraron por un instante, y en sus ojos vi algo que no podía descifrar del todo: un conflicto entre el deseo de proteger y el miedo de haberse acercado demasiado.
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Editado: 21.01.2025