Sombras de poder

11

Capítulo 11

Cadenas de sangre

Padre fue el primero en arrodillarse. Su rodilla tocó el suelo con rapidez, y madre lo siguió, aunque con más lentitud, suavidad y elegancia. Mi cuerpo se resistió al movimiento, las miradas me alcanzaron, los murmullos de los nobles que se arrastraban en el fondo luego de humillarse desagradablemente. Avancé con lentitud, mis ojos fijos en el trono, en ese hombre que no merecía nada de lo que tenía.

Sabía que no tenía opción. Cuando mis rodillas finalmente tocaron el mármol frío, un dolor agudo recorrió mi cuerpo, pero no lo dejé mostrar. Bajé la cabeza, luchando contra la rabia.

En mi mente, lo vi. El rey, con esa sonrisa burlona que tanto odiaba, cayendo al suelo mientras la daga que llevaba oculta bajo el vestido se clavaba en su pecho. Podía imaginar el rojo de su sangre manchando el suelo, el grito ahogado que nunca llegaría a terminar. Mi respiración se aceleró, y por un momento creí que realmente lo había hecho. Pero cuando levanté la vista, él seguía allí, sonriendo, como si pudiera leer mis pensamientos.

—Vaya, la joya de los Emberstone —dijo el rey con un deje de sarcasmo. —Pensé que tú padre cuidaría mejor su... ¿cómo llamarlo? ¿Inversión?

Sus palabras arrancaron risas entre los nobles cercanos. Mi mandíbula se tensó, y mis manos, ocultas entre las capas del vestido, se cerraron en puños. La reina me observo.

—Majestad —dijo padre, inclinando aún más la cabeza. —Mi hija se ha preparado para servirle. Todo lo que necesita es una guía firme.

El rey soltó una carcajada corta, seca. Mi rabia creció, pero no me moví. No podía. Había guardias rodeándonos listos para desenvainar las espadas ante cualquier peligro.

—Guía firme, dices... —murmuró el rey, mirándome directamente. —Espero que estés a la altura de las expectativas, niña. Este reino no tiene lugar para... debilidades.

Sus palabras se clavaron en mí, pero no dije nada. Mis rodillas dolían, y el mármol frío parecía cortar mi piel, pero me mantuve firme. No le daría la satisfacción de una reacción y mucho menos a esos nobles que esperaban algo nuevo de que hablar.

Nadie osaba hablar demasiado alto, nadie osaba apartar la vista. Era el día del anuncio que marcaría el futuro del reino.

Yo permanecía arrodillada junto a mis padres, la cabeza inclinada como dictaban las normas, aunque el peso de mi posición hacía que cada segundo fuera una tortura. Mi corazón latía con fuerza. El rey se levantó del trono, y todos en la sala guardaron silencio. Su voz resonó con autoridad mientras anunciaba que la reina estaba embarazada. Un hijo, un heredero. El salón estalló en vítores, aplausos y gritos de júbilo. Pero yo no sentía nada más que un profundo nudo en el estómago.

Cuando los vítores cesaron, el rey bajó del trono, caminando con calma, sus pasos resonando en el mármol como un tambor de guerra. Mis padres, siguiendo el protocolo, se levantaron en cuanto él se acercó y les hizo un gesto con la mano. Yo, aún de rodillas, esperé el mismo gesto para levantarme.

Pero no llegó.

El rey se detuvo frente a mí, su figura bloqueando la luz de los candelabros. Sentí su sombra cubrirme. Mis padres intercambiaron una mirada incómoda, pero ninguno dijo nada. No podían. Nadie podía.

—Mírame —ordenó. Madre me miró de reojo, como si quisiera advertirme de algo, pero antes de que pudiera moverme, sentí los dedos del rey bajo mi mentón.

Su toque era frío, invasivo. Con un movimiento firme, me obligó a levantar la cabeza. El mundo pareció detenerse cuando nuestras miradas se encontraron. Busque con una mano la daga oculta pero cuando se acercó a mi rostro con una sonrisa torcida, mi cuerpo se detuvo con un temblor.

El pánico se alzó en mi garganta mientras su otra mano se deslizó por mi cuello, un toque posesivo que me revolvió el estómago.

—Fue maravilloso —murmuró, su voz apenas un susurro, pero lo suficientemente clara para que solo yo la escuchara. Su aliento me golpeó, agrio y repulsivo. —Te disfruté tanto esa noche, cuando no dejabas de pedirme que parase.

La sangre me ardió en las venas. El calor subió a mi rostro helándome los huesos. Mis manos se cerraron en puños, las uñas clavándose en mis palmas. Mi cuerpo se tensó, la bilis subiendo por mi garganta mientras los recuerdos amenazaban con ahogarme.

Aprete la mandíbula conteniéndome y un gruñido escapó de mis labios antes de que pudiera detenerlo, y al alzar la vista, le mostré los dientes como un animal.

El movimiento fue rápido. Las espadas de los guardias reales se desenvainaron al unísono, y en un abrir y cerrar de ojos, una hoja fría descansaba contra mi cuello. Otros dos guardias se posicionaron detrás de mí, las puntas de sus armas rozando mi espalda. La sala entera contuvo el aliento.

El rey no se inmutó. Si acaso, su sonrisa se ensanchó.

—Oh, qué feroz eres, mi joya —murmuró, su tono burlón goteando satisfacción. —¿Acaso crees que esos colmillos tuyos pueden morderme?

La sala estaba en silencio, todos los ojos puestos en nosotros. Los nobles observaban con fascinación morbosa, como si esperaran que el espectáculo culminara en sangre.

—Solo un cobarde necesita tres espadas para contener a una mujer desarmada. —escupí.




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