Capítulo 16
Sangre y juramentos.
El filo de la daga mordió mi piel mientras el agarre se hacía más firme. Dos soldados emergieron de la oscuridad, arrastrando los escudos en el suelo. El metal rechinaba como un presagio.
—¡Ataquen! —rugió el comandante.
Los soldados se movieron organizados con gran rapidez, formando un muro de metal impenetrable. Mis ojos se clavaron en Ariane. La sangre corría por su barbilla, y aun así, sonreía desafiando a los soldados.
El comandante se lanzó hacia adelante. La espada desgarró el aire, girando sobre sí mismo. Angela se derrumbó en el suelo antes de que el filo la tocara. Ariane, en cambio, con la espada rozándole las narices, elevó ambas manos al techo y dijo: —¡Que sus huesos se quiebren y sus almas se ahoguen en la eternidad que yo les dicte!
El gato negro, que había permanecido oculto en las sombras, salto a las manos de Ariane transformándose en una esfera de luz tan brillante que me cegó, mi cuerpo se tambaleó hasta golpear con una pared.
Cuando logre abrir los ojos, aquella luz brillante se había convertido en humo negro serpenteando entre las sombras. Los soldados titubearon, el comandante ahora en el suelo con la espada lejos de su alcance. Y luego, los gritos comenzaron.
El humo penetró en sus cuerpos, comiéndolos vivos. Uno a uno cayeron al suelo, desgarrados desde dentro, los gritos desesperados se mezclaron con el sonido de la carne y los huesos partiéndose. Alrededor, los cadáveres que Ariane había que invocado se movían con una rapidez aterradora, arrancando carne y hueso de los vivos.
El hedor me revolvió el estómago. Jadeando, me deslicé entre cuerpos inertes y fragmentos de armadura, buscando un objetivo. Entonces lo vi: un tobillo expuesto. Carne tan vulnerable —que Angela me mostró en días de entrenamiento—, bajo el peso de la armadura.
La daga se hundió con un chasquido húmedo y el hombre cayó con un grito que retumbo en mis oídos. No me detuve. Mi daga encontró otro tendón, otra garganta, otra corva. La sangre salpicaba mi rostro, tibia y pegajosa, pero no me importó. La sangre me nublaba los pensamientos.
Mis ojos se alzaron más allá del caos, escudriñando entre la formación de escudos que brillaban bajo la luz mortecina. Ahí estaba. El comandante. Sus ojos azules brillaban con una intensidad cruel.
Era la mirada inconfundible de un lobo hambriento, acechando a su presa herida con la certeza de que era el final inevitable. Pero esta vez, yo no sería la presa.
Me puse de pie, tambaleándome, el suelo seguía abriéndose como un mapa de telarañas. Los gritos a mi alrededor resonaban en mis oídos en un cántico fúnebre. En mi mano trémula, el peso de una cabeza cercenada me hizo recordar lo que estaba en juego. La sangre empapaba el cabello y se adhería a mis dedos, espesa y pegajosa.
Con un movimiento firme, levanté la cabeza. Un torrente carmesí brotó de su cuello, cayendo en cascada sobre el suelo, ya manchado de barro y ceniza.
—Vengan por mí. —mi voz resonó en la sala, fría y cortante.
El veterano pareció dudar. Sus ojos titubearon ante la ferocidad. Pero yo ya no sentía miedo. No había espacio para él en mi pecho. Solo quedaba la furia, y la certeza de que, esta vez, sería él quien caería.
Avanzó un paso, torpe, como si el suelo se resistiera bajo sus pies. Los hombres lo observaban encogidos en los rincones. El temor ya había echado raíces en ellos. Tropezaban inseguros, y los escudos no se levantaban con la misma firmeza.
—¡Cobardes! —gruñó el comandante—. ¡Es solo una mujer!
Ariane rio, una carcajada despiadada que resonó en el aire y obligo a retroceder a los soldados que se mantenían firmes. El suelo bajo nuestros pies vibro una segunda vez. El techo tembló, los muros gimieron, y en cuestión de segundos, las primeras grietas se extendieron a través de la piedra.
El polvo caía en pequeños remolinos, como cenizas de fuego invisible, y la piedra misma empezó a desaparecer, desvaneciéndose en la nada. Me giré hacia arriba, justo a tiempo para ver la piedra derrumbarse por completo, dejando al descubierto el cielo.
La luna llena brillaba con una intensidad cruel, iluminando las paredes destrozadas.
Desde mi posición pude ver más allá del vacío. Las escaleras que llevaban al interior del recinto ahora eran una escena de caos. Los soldados bajaban en tropel, algunos tropezando en su prisa por unirse a la batalla, otros cayendo al abismo que Ariane había abierto con su poder. Gritos y órdenes se entremezclaban mientras los hombres luchaban por mantener el control en medio del pánico.
Ariane bajo las manos lentamente, casi triunfante.
—La luna es testigo —murmuró—. ¡Esta noche, la muerte camina de nuestro lado y su sombra devorará a cada uno de ustedes!
Angela alzo la espada al cielo al mismo tiempo en que el bosque rugió con más furia. Las cabezas cercenadas en el suelo se estremecieron cuando las paredes vibraron aún más fuerte, la voz me pedía más, y esta vez, mi cuerpo se sentía más ligero, menos débil, con más fuerza y poder.
Tómame, tómame, dijo la voz.
La daga se apretó aún más en mis dedos cuando a lo lejos, en medio del caos, en un charco de sangre dorada, una espada se sumergía empapándose de un fulgor dorado. El susurro crecía en intensidad, enredándose en mi mente como raíces putrefactas buscando un punto débil.
Tómame.
El caos alrededor se desvaneció en un segundo eterno. Las espadas chocaban, los gritos resonaban, pero mirada estaba fija en esa espada bañada en mi propia sangre dorada.
—¿Qué esperas? —gritó el comandante por encima del estruendo—. ¿Crees que puedes con todos nosotros, bruja de sangre dorada?
Ariane volvió a elevar las manos y los soldados vacilaron cuando me miró de alguna forma... orgullosa.
—Tal vez deberías preocuparte menos por lo que ella puede hacer —dijo con una sonrisa fría—, y más por lo que ya está haciendo, comandante.
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Editado: 16.02.2025