Capítulo 17
Enemigos
En toda mi miserable vida, nunca me había importado otra cosa más que hacer feliz a padre. Sentir su mano sobre mi nuca, agitar mi cabello y llamarme buena niña.
Pero esas palabras nunca fueron dirigidas para mí.
Siempre eran para Angela.
Yo solo podía observar en la oscuridad. Yo recibía las miradas de desprecio. Para él, yo no era su hija, era un premio, un delicado regalo. Un trofeo brillante para ofrecer a la nobleza como moneda de cambio. Algo por lo que pudieran obtener, más que una simple fortuna en oro.
Madre está ahí. Siempre estuvo ahí. Siempre a mi lado, mientras él coqueteaba con otras mujeres. Siempre callada. Siempre obediente. Siempre con la mirada abajo. Siempre en silencio.
Y yo la odiaba por eso.
Porque nunca hizo nada. Porque jamás alzó la voz. Porque siempre permitió que todo siguiera su curso, permitió que padre me entregara al rey, que los nobles tocarán mi piel mientras ella permanecía de rodillas ante padre.
Sé que en este reino las mujeres no tenemos voz, no tenemos derecho a cuestionar, ni siquiera a levantar la mirada ante un hombre. Pero ella… ella provenía de una familia adinera. Una familia la cual luchaba contra ello.
Mi abuelo amaba a sus hijas, siempre fue bueno con ellas. Con todas. Con ella. Con su favorita.
Y aun así… la vendió.
El gran duque Emberstone le ofreció capital, y ella pasó de ser la preciada hija de un noble de alto rango, a la esposa de un hombre que jamás la miraría más allá de lo que podía ofrecerle.
Todos los hombres creen que pueden poseer a los más débiles. Que pueden tomar lo que desean, arrancarles la vida… y seguir viviendo como si nada.
Si yo hubiese nacido hombre…
No.
Si Aldrich siguiera vivo, él… habría luchado contra el rey. Así como lo hizo con padre cuando descubrió que su hermanita era el “regalo” de su majestad, el rey.
Si él estuviera aquí… yo no me sentiría tan malditamente sola.
Una patada en las costillas me obligo a retorcerme en el suelo, el dolor que tan punzante que el aire se atascó en mi garganta.
Cierto.
Sigo aquí. Sigo atrapada en los túneles con los enemigos de mi propio reino.
Intente arrastrarme hasta Darian, pero mi cuerpo débil y castigado se negó a responder. Otra patada me arrancó un jadeo ahogado, mi cuerpo se dobló y giro sobre la piedra fría. Me retorcí sujetándome el estómago. Pero no grité, nunca les daría el placer de escucharme gritar.
Arráncales la cabeza.
La voz susurró dentro de mí, delicada, tentativa, como veneno deslizándose sobre mis venas.
Un rugido sordo llenó mis oídos.
El aire se llenó de cenizas, sangre y oscuridad. Mi cuerpo tembló. Algo dentro de mí se desgarró, se reconstruyó, se fragmentó y volvió a encajar como un rompecabezas maldito.
El poder me atravesó, brutal, incontenible.
Mis dedos se aferraron a escombros, pero el mundo giraba, desdibujado. Las figuras oscuras se alejaban de mí. Eran los soldados. Mi visión se perdió en ellos, volviéndose borrosa. Eran sombras deformes, cuerpos sin forma ni rostro.
Y entonces, en medio del caos, lo vi a él. Darian. Sonriendo. Esa maldita sonrisa me atravesaba más fuerte que el poder mismo. El vacío dentro de mí cedió un calor abrasador que envolvió mi cuerpo.
La voz seguía ahí.
Implacable. Perforando mi mente. Exigiendo. Rugiendo, dominando cada rincón de mi ser.
Tómalo. Rómpelo. Ahora.
Mis manos temblaron con una súplica que me quebró el cuerpo en dos. Sentía el poder desbordándose por mis venas, quemando cada pensamiento, cada miedo. Me quemaba. Me devoraba.
—Lo haré… —logre murmurar.
La voz respondió con furia aún más exigente, apretándome las entrañas. Me doblé sobre mí misma, mis dedos enterrándose en mi cabello, tratando de arrancar el rugido que me desgarraba los huesos, que me rompía y me rehacía en cuestión de segundos.
Más allá de la niebla, de la rabia, vi la batalla.
Los soldados formaban un muro de carne y acero. Mylon estaba al frente, enfrentando a los enemigos con la furia de un hombre que no tenía nada que perder. Detrás de él, Angela se arrastraba hasta el cuerpo de Ariane, protegiéndola de los feroces soldados.
Intente cerrar los ojos, contener el poder que me apretaba la piel, pero una suave melodía serpenteó entre el caos, obligándome a alzar la mirada más allá de las espadas y la muerte.
Corre, huye, la noche es su manto, su sangre es llama, su sombra es quebranto. Los dioses la llaman, la luna la ve. Los reyes se ocultan, la muerte también. Duerme, guerrero, en ruinas y fango. Si susurras su nombre… el juicio ha llegado.
El canto se desvaneció en el aire, una melodía suspendida que murió en el silencio. Y luego volvió. Lento, doloroso, chispeante, como una brasa a punto de apagarse.
Angela de rodillas ante el escritorio, ante el cuerpo moribundo de Ariane. Apretaba su frente contra la mano de su hermana. Y Ariane… ella cantaba.
Los soldados alzaron la mirada al cielo, como si el canto los hubiese atrapado en un hechizo imposible de romper. Las espadas resbalaron de sus manos y chocaron contra el suelo en un sonido seco y metálico. Hipnotizados.
Sentí la suave presión de los dedos de Darian sobre los míos. Un dolor quemante que me recorrió las venas, ennegreciéndolas, retorciéndolas como raíces marchitas. Pero cuando encontré su mirada, supe que no solo era miedo y dolor lo que reflejaba. Era horror.
Me veía como un monstruo.
Intenté apartar las manos con un manotazo, alejarme de esos ojos que me desollaban viva, pero sus dedos se aferraban fuertemente a los míos, obligándome a observarlo. Sus labios se abrieron suavemente.
—Está bien… —susurró apretándome los dedos—. Confío en usted. Puede hacerlo.
Las venas se agrandaron hasta el antebrazo y se expandieron. La oscuridad me reclamaba.
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Editado: 16.02.2025