Fui una niña cobarde toda mi infancia. El sonido del motor del camión de la basura me paralizaba. Los estruendos que llenaban el prestigioso barrio tras una anotación del equipo nacional me dejaban sin aliento, el corazón me latía apresuradamente y sudaba como en un maratón. Cada fin de año, lloraba bajo la mesa principal, incapaz de soportar la incomodidad que me producían los fuegos artificiales.
Lo que más me atormentó durante mi infancia y adolescencia fue la danza de sombras que, cada noche, azotaban puertas, dejaban moretones en mi cuerpo y se burlaban de mis apresuradas oraciones. Me refugiaba bajo las sábanas, imaginándolas como escudo mágico contra los espantos, y me sumergía en mi mundo de fantasía. Me veía recorriendo los Alpes suizos, viviendo en un cottage repleto de conservas caseras de frutas que eran vendidas a los pobladores para sostenerme. Ese era mi lugar seguro, el cual visitaria con regularidad durante mi adultez.
Camine por la vida con el corazón acelerado y las manos temblorosas, buscando siempre una salida en mi imaginación. Nunca me sentí valiente hasta aquella lluviosa noche donde en la comodidad de mi pequeña habitación, en la ciudad cosmopolita donde me establecí a los veinte años, tomé la decisión de empacar las pocas cosas que poseía y regresar a vivir con mi madre al caserón donde crecí.
La idea de reconstruir mi vida surgió siete días antes. Mi trabajo me mantenía en constante estrés, mi incapacidad para socializar me dejaba cada vez más sola, sintiendo una distancia creciente entre mí y las personas que conocía.
La noche anterior, algo dentro de mí explotó. ¡Tengo que salir de aquí! reflexione, observando el techo desde el suelo mientras una melancólica melodía salía de mi computadora.
Compré el primer pasaje hacia mi pueblo. Desempolvé la maleta y, sin cuidado, empaqué mis pertenencias. Solo al terminar, reuní el valor de llamar a mi madre y expresarle mi deseo de regresar.
– De acuerdo– dijo ella, tan despacio y bajo que tuve que preguntarle de nuevo para estar segura. Como siempre, había sido imposible descifrar los sentimientos detrás de sus palabras. No quise indagar en sus pensamientos y colgué antes de escuchar la retahíla de reproches.
Preparé la tina con sales minerales y agua tibia, lo que me relajo lo suficiente para descansar los ojos casi dos horas. Salí chorreando y, desnuda, me hice ovillo en la esquina de la cama y empecé a leer la carpeta marrón que estaba en el escritorio hasta la hora de partida del autobús.
Horas después, desde el apestoso camión que me llevaba a mi antigua vida, escribí la incómoda carta de renuncia. También envié mensajes de despedida a los pocos conocidos que tenía en la ciudad.
Una pizca de desaliento se coló por mis huesos y una profunda voz me susurró sobre el fracaso en el que me he convertido.
Por fortuna, el asiento a mi lado estaba vacío y no tuve que lidiar con las sonrisas incómodas, conversaciones triviales y pedir permiso para ir al baño por casi seis horas. Cerré los ojos con la esperanza de recuperar las horas de sueño perdido los días antes de tomar mi decisión.
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Editado: 07.04.2025