La primera vez que Helena y Atenea entraron a la sala comunitaria, las cegaron las luces blancas. Sin mediar palabra, se ubicaron en la única esquina que los rayos del sol no tocaban.
Fueron obligadas a abandonar sus recámaras privadas para asistir al evento que llevaba a cabo la municipalidad. El personal médico creía que si las hermanas se relacionaban con el resto de pacientes, se abrirían a las terapias, beneficiando su recuperación. Pero la verdad era que las enfermeras sentían escalofríos cada vez que debían estar cerca “las malditas”, como el pueblo había bautizado a las jóvenes hermanas tras el suceso.
Los ojos color amarronado de las gemelas parecían muertos. Carecían de tristeza, odio o cualquier sentimiento que diera razón del terrorífico evento que habían presenciado a sus trece años.
Poco se sabe de lo que aconteció ese caluroso día. Los habitantes de Serpiente Dorada, se sentaban en sus terrazas, especulando durante horas. Tomaban café y pan duro hasta entrada la noche, despidiéndose con bendiciones y besos, esperando la tarde del día siguiente para inventar nuevas teorías. Aquel ritual duró solo seis días, desvaneciéndose con las lluvias.
La teoría oficial de la policía era un desafortunado accidente. Decían esto cuando no estaban seguros y querían calmar a los habitantes temerosos de que algo similar les ocurriera. Recorrieron el perímetro y revisaron los restos incinerados de las otras cuatro personas que residían en la vivienda. Sólo un grupo reducido de oficiales sabía que esas personas estaban muertas mucho antes de que iniciara el fuego.
Extraoficialmente, se difundió que cerca del gallinero se encontró una hilera de sangre que conducía a un pastizal donde se encontraban un grupo de gallinas sin cabeza y con las que se formaba la palabra: NADIE[1] . Por eso se decía que todo se trataba de un pacto con el oscuro que había salido mal. Las jóvenes permanecieron en un silencio eterno desde que las encontraron en las escaleras medio calcinadas en la entrada de su casa, bañadas en sangre y con cortes en sus brazos y estómago.
Como Helena y Atenea no tenían más familiares las llevaron a un centro psiquiátrico. A dos meses del suceso, las obligaban a convivir con el resto de los recluidos. El desagrado de estar rodeadas de personas era evidente por sus ceños fruncidos y el leve levantamiento de labios.
5
Detengo el teclado para leer lo escrito. Es corto e ideal para iniciar la historia. Edito algunas frases y reescribo otras cuantas.
Me levanté al amanecer con una pesadez en el pecho y el estómago. No merma ni cuando vierto una cucharada de antiácido en mi boca. Concluí que era mejor iniciar el día temprano.
Moví el escritorio de roble, regalo de mi abuela, a la habitación más pequeña, cercana a la cocina. El nuevo hogar de mis ideas era perfecto: apenas cabían la cama y el escritorio. Intentar agregar algo más sería un atentado contra la libre circulación del oxígeno.
La vela de frutos rojos que encendí en la mañana, hacía tiempo se había apagado y las notas de jazz que salían del móvil me habían empezado a fastidiar a las dos horas de haber empezado.
Es alrededor del mediodía y el olor a asado invade el espacio. Me aparto del ordenador, estiro las piernas y me masajeo un poco la espalda tratando de deshacer los nudos resultado del estrés. Solo ahora me doy cuenta de lo famélica que me encuentro.
– Desconozco los planes de Aurora. Ha estado encerrada todo el día, no ha salido de esa habitación ni a tomar un café– susurra mi madre al teléfono.
Cualquier conversación desarrollada en la cocina se puede escuchar desde la diminuta estancia, por lo no es sorpresa encontrarme oyendo de manera indiscreta la discusión entre mi progenitora y el interlocutor.
La persona del otro lado de la línea murmura, pero es imposible comprender a lo que se refiere o descifrar de quién se trata.
–Tome una decisión. No interfieras o sabrás de lo que soy capaz– dice, finalizando la llamada.
puede ser otra palabra
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Editado: 07.04.2025