Sombras del Caos

Capítulo 13: La Ascensión del Abismo

El viento frío atravesaba las ruinas de la fortaleza. A su alrededor, solo quedaba la devastación, un paisaje de escombros, cuerpos y destrucción total. La batalla había terminado, pero lo que quedaba era un silencio aplastante, roto solo por el ocasional crepitar de los escombros en llamas. El mundo que Yuna había conocido se había desmoronado ante su poder.

Desde lo alto de lo que quedaba de la muralla, Yuna observaba el horizonte con una mirada perdida. El vacío en su interior seguía creciendo, un abismo que ninguna cantidad de poder podía llenar. Ya no sentía la conexión con los soldados ni con la fortaleza. Incluso las sombras que alguna vez la rodearon como si fueran su segunda piel ahora se movían con más autonomía, más libres, como si fueran algo más que una extensión de su voluntad.

Esto es lo que eres ahora. —La voz resonó dentro de su mente, suave pero insistente—. No hay vuelta atrás. Este es tu lugar.

Yuna no respondió de inmediato. No había necesidad. Lo sabía. Lo había sabido desde el momento en que desató su poder sobre todo lo que la rodeaba. La humanidad que había intentado aferrarse a ella, la conexión con los demás, se había desvanecido en ese instante. Y ahora, lo único que quedaba era el eco de ese poder, un poder que había destruido más de lo que había salvado.

—¿Qué sentido tiene salvar este mundo? —murmuró para sí misma, su voz apenas audible.

El psíquico apareció una vez más desde las sombras, su figura imponente pero ahora más cercana, como si ya no hubiera necesidad de esconderse. Había ganado lo que buscaba.

—Este mundo nunca fue tuyo para salvarlo —dijo él, su tono casi tranquilizador—. Este mundo es tuyo para controlarlo, para moldearlo. Todo lo que has hecho hasta ahora te ha llevado a este momento. Este es el punto donde decides qué será lo que construirás a partir de las cenizas.

Yuna lo miró por primera vez con verdadera atención. Antes, sus palabras habrían despertado resistencia en ella, habrían generado preguntas. Pero ahora, todo sonaba tan inevitable. Era como si cada paso que había dado la hubiera llevado a esta conclusión, como si la idea de controlarlo todo fuera la única opción real que quedaba.

—Entonces, ¿todo esto era parte de tu plan? —preguntó, su voz carente de emoción—. ¿Convertirme en esto?

El psíquico sonrió ligeramente, su mirada oscura y calculadora.

—No te convertí en nada. Solo te mostré el camino que siempre has tenido frente a ti. Tú fuiste quien lo eligió.

Yuna volvió a mirar el horizonte. Los restos de la batalla aún estaban frescos, pero en su mente, todo lo que veía era el potencial de lo que vendría después. Había destruido, sí, pero también había abierto un nuevo camino. Un camino que solo ella podía recorrer.

Este es el precio del poder, —continuó el psíquico—. Pero ahora, puedes ver el verdadero alcance de lo que has logrado. El enemigo ha sido destruido, y tú te has liberado de las ataduras que alguna vez te retenían. No más aliados débiles, no más dudas. Solo el poder. Y ese poder te da la libertad de hacer lo que desees.

Por un momento, Yuna cerró los ojos, dejando que sus palabras la envolvieran. La libertad. Esa era la promesa que había perseguido desde que aceptó el poder. Pero ahora, frente a esa realidad, entendía que la libertad no era tan sencilla como había imaginado. Ser libre significaba estar sola. Y ella lo estaba.

—¿Y qué es lo que deseo? —preguntó en voz baja, sin esperar realmente una respuesta.

El psíquico permaneció en silencio, dejando que Yuna encontrara su propia conclusión. Sabía que ya lo había decidido.

Horas más tarde, mientras el sol comenzaba a caer, los pocos soldados que quedaban en la fortaleza se reunieron en las ruinas, sus miradas llenas de incertidumbre. No sabían qué hacer ni a quién seguir. Su líder ahora no era alguien en quien pudieran confiar. Yuna no era una de ellos.

Los que alguna vez habían luchado a su lado ahora la veían con miedo y desconfianza. Sabían lo que ella era capaz de hacer, y lo habían visto con sus propios ojos. Algunos susurraban entre ellos, preguntándose si debían intentar huir, o si debían enfrentarse a ella. Pero ninguno se atrevía a dar el primer paso.

Yuna, desde lo alto de la muralla, los observaba. Los veía como figuras distantes, sombras de una vida que ya no le pertenecía. No había ira en su mirada, pero tampoco compasión. Había cambiado. Y ellos lo sabían.

El soldado, quien alguna vez había estado más cerca de ella que nadie, permanecía al margen, observando la escena en silencio. Sabía que lo que una vez había sido Yuna se había ido para siempre. Lo que quedaba ahora era algo más.

Se acercó a ella lentamente, sin temor, pero con una comprensión profunda de que las cosas nunca volverían a ser como antes. Sabía que no podría detenerla, y sabía que enfrentarse a ella solo sellaría su destino.

—¿Y ahora qué? —preguntó el soldado, su voz baja pero firme. No había reproche, solo la aceptación de una realidad que no podía cambiar.

Yuna no lo miró de inmediato. Sabía que esta era la última conversación que tendrían como aliados.

—Ahora, todo sigue —respondió finalmente—. El enemigo ha caído, pero yo no he terminado.

El soldado la observó en silencio, tratando de entender qué quedaba por hacer cuando todo lo que conocían había sido destruido. Pero Yuna ya no pensaba en el presente. Su mente estaba en el futuro, en lo que vendría después. El mundo necesitaba ser reescrito, y ella era quien lo haría.

—Lo que quede de aquí en adelante ya no es mi lucha —murmuró el soldado, finalmente comprendiendo su lugar—. No eres la misma persona que conocí, Yuna.




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