El amanecer en Santa Elena siempre había sido silencioso.
Solo el murmullo del río Toso rompía la quietud, como un susurro viejo que contaba historias olvidadas. Pedro Gómez caminaba con paso cansino hacia el muelle, con la caña de pescar al hombro y una botella de café frío en el bolsillo de su chaqueta raída. Era su ritual de cada domingo: pescar solo, en paz, lejos del rumor insistente del pueblo.
Esa mañana, sin embargo, algo en el aire era distinto. Más frío. Más denso.
Hasta los pájaros, que solían romper la mañana con su canto, guardaban silencio.
Pedro lanzó el anzuelo y se sentó a esperar. La niebla era tan espesa que apenas podía ver sus propias manos. De vez en cuando, una bocanada de viento traía consigo el olor amargo del río, más fuerte que de costumbre, como si algo bajo la superficie estuviera pudriéndose.
Cuando el hilo de pescar se tensó de golpe, sintió la emoción correrle por el pecho: algo grande había mordido el cebo.
Con esfuerzo, comenzó a tirar de la caña. El peso al otro lado del hilo era antinatural, torpe, demasiado pesado para ser un pez. Pedro frunció el ceño. La forma que emergía del agua no era plateada ni reluciente como la de una trucha: era algo pálido, inerte.
Primero emergió una mano.
Después, un brazo rígido, como una rama muerta.
Finalmente, el cuerpo completo se dejó ver, girando lentamente sobre sí mismo, como si la corriente tratara de devolverlo al fondo del río.
Cuando el cadáver salió a flote, Pedro retrocedió tambaleando, soltando un grito que se perdió en la bruma.
Flotaba boca arriba. La piel, blanquecina y arrugada, parecía casi translúcida bajo el sol débil del amanecer. Los ojos, abiertos de par en par, miraban hacia el cielo vacío, congelados en una expresión de terror absoluto.
Una soga, gruesa y ennegrecida, aún colgaba floja alrededor de su cuello.
Pedro cayó de rodillas en el muelle, incapaz de apartar la mirada. Sus manos temblaban violentamente. El sabor metálico del miedo le llenaba la boca.
Tardó varios minutos en encontrar fuerzas para correr al pueblo, tropezando varias veces, como si el propio suelo quisiera retenerlo junto al horror que había despertado.
La alarma se esparció como un incendio.
En menos de una hora, los pocos habitantes de Santa Elena se arremolinaban junto al muelle, murmurando entre ellos, cruzándose miradas llenas de miedo y sospecha.
El sonido de los pasos, los susurros temblorosos y los sollozos ahogados llenaban el aire, haciéndolo aún más irrespirable.
El capitán Ricardo Salazar llegó resoplando, empujando a la gente para abrirse paso. La escena lo hizo fruncir el ceño con gravedad. Santa Elena era un lugar pequeño, demasiado pequeño para homicidios.
— ¡Apártense todos! —Gritó Salazar, su voz resonando sobre la multitud—. ¡Nadie toca nada!
Con gestos enérgicos, colocó un precinto improvisado con sogas viejas y postes desvencijados. Algunos niños, demasiado pequeños para comprender la gravedad de la situación, intentaban asomarse entre los cuerpos de los adultos para ver mejor. Sus madres los alejaban rápidamente, horrorizadas.
Mientras los curiosos se alejaban a regañadientes, Laura Mendoza, que había llegado la noche anterior para visitar a su abuela enferma, observaba desde la distancia.
Su instinto de periodista se agitaba como un animal enjaulado dentro de ella.
Sacó su libreta, una costumbre que jamás había perdido, y anotó:
"Cadáver en el Toso. Sospecha de homicidio. Atmósfera: miedo palpable."
Sabía, con una certeza inquietante, que ese cadáver era solo el principio.
El río Toso, que había guardado sus secretos durante tanto tiempo, había decidido hablar.
Y Santa Elena, ese pequeño rincón del mundo donde nunca pasaba nada, estaba a punto de recordar que algunos pecados nunca desaparecen... solo esperan el momento justo para salir a la luz.
Editado: 29.04.2025