La noticia del cadáver encontrado en el río Toso corrió como pólvora encendida por todo Santa Elena. Para el mediodía, ya nadie hablaba de otra cosa. En los cafés, en la tienda del señor Vargas, en la plaza donde se reunían los viejos a jugar dominó, los rumores crecían con cada versión:
Que era un forastero, que era un ajuste de cuentas, que era la maldición del Toso, despertada otra vez.
Laura Mendoza observaba desde la ventana de la habitación donde se hospedaba, en la vieja casa de su abuela. Había dejado su vida en la ciudad —y su trabajo en un periódico modesto— hacía apenas un par de años, cansada del cinismo de los grandes medios. Pero ahora, algo en su sangre palpitaba como en sus primeros días de reportera: una historia latía en Santa Elena, y estaba lista para escribirla.
Afuera, la neblina se había disipado, dejando ver el rostro gris del pueblo, agrietado por la pobreza y los años.
Caminó hacia la plaza, donde el rumor se había transformado en una verdadera congregación. Policías locales, nerviosos e improvisados, intentaban mantener el orden. Laura se abrió paso entre la gente.
Frente a la iglesia, aparcó un vehículo polvoriento con las letras "División de Investigaciones Criminales" apenas visibles. Dos hombres descendieron: uno, un inspector de rostro afilado y mirada fría; el otro, más joven, nervioso, llevando una carpeta bajo el brazo.
El inspector miró alrededor como quien huele un terreno podrido.
— ¿Quién encontró el cuerpo? —preguntó con voz áspera.
Pedro Gómez, aún pálido, fue empujado hacia adelante por la multitud. Balbuceó su relato, torpemente, mientras la gente lo miraba con mezcla de lástima y recelo.
El inspector se presentó brevemente:
—Inspector Julián Santoro. Quiero ver el cuerpo.
Ricardo Salazar lo condujo al pequeño almacén junto al muelle donde, envuelto en una lona azul, descansaba el cadáver.
Cuando Laura intentó seguirlos, Salazar le lanzó una mirada de advertencia.
—Esto no es para curiosos, señorita Mendoza.
Pero Laura no era curiosa: era persistente. Rodeó el almacén en silencio, encontró una rendija rota en la madera, y desde allí pudo observar.
El inspector Santoro levantó la lona con sus guantes de látex. El hedor fue inmediato y violento. El joven asistente apartó la cara, nauseabundo.
Laura se obligó a observar, memorizando cada detalle. El rostro hinchado. Las marcas negras alrededor del cuello.
La ropa estaba destrozada, como si hubiera sido arrastrado río abajo por días... pero la soga parecía más nueva.
—Lo mataron antes de tirarlo al agua —dijo Santoro, tras una inspección rápida—. Y no hace mucho. Quizá anoche.
Salazar asintió con expresión sombría.
—Nadie ha visto nada raro —murmuró—. Aquí, las noches son tranquilas...
Santoro soltó una risa seca.
—Las noches son tranquilas en apariencia. Pero los secretos se mueven en la oscuridad como ratas.
Hizo un gesto al asistente, quien abrió la carpeta apresuradamente.
—Empecemos las entrevistas. Nadie sale ni entra del pueblo hasta que terminemos.
Un murmullo inquieto se alzó entre los habitantes cuando se anunció esa orden. Santa Elena era un sitio de costumbres firmes, de rutinas repetidas; no toleraban la intrusión. Y mucho menos la sospecha.
Laura sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
No era solo miedo... era algo más profundo, más visceral: culpa.
Algo en Santa Elena olía a podrido mucho antes de que ese cuerpo flotara en el Toso.
Esa noche, el pueblo entero pareció sostener la respiración. Las luces de las casas temblaban como luciérnagas débiles en medio de la oscuridad. El viento traía consigo un rumor extraño, como si el propio río hablara en susurros cargados de advertencia.
Laura escribía frenéticamente en su libreta. Bocetos de hipótesis. Dudas. Preguntas.
¿Quién era la víctima? ¿Por qué aquí? ¿Quién tendría algo que ocultar en un pueblo donde todos parecían vivir vidas simples y monótonas?
Se preguntaba eso cuando alguien golpeó la ventana de su habitación.
Sobresaltada, corrió a abrirla.
No había nadie.
Solo el viento moviendo las cortinas de encaje.
Sin embargo, en el alféizar, encontró algo que no estaba antes: un papel, doblado en cuatro.
Con manos temblorosas, lo desdobló.
El mensaje, escrito con tinta corrida, decía:
"El río nunca devuelve lo que toma. No busques. No preguntes."
Laura sintió el corazón golpearle con violencia el pecho.
Alguien sabía que ella estaba escarbando.
Y no querían que siguiera haciéndolo.
Editado: 29.04.2025