La mañana se había teñido de un gris sombrío cuando el cuerpo fue llevado a la vieja morgue de Santa Elena. El pequeño edificio de ladrillos, al borde del cementerio, parecía aún más desolado bajo la amenaza de lluvia.
El capitán Ricardo Salazar, con la mandíbula apretada y el uniforme arrugado, observaba cómo el médico forense, el doctor Eduardo Monzón, realizaba el examen preliminar. A su lado, Laura Mendoza tomaba notas disimuladamente en su libreta, su instinto periodístico afilado como un cuchillo.
— ¿Alguna identificación? —preguntó Salazar, cruzándose de brazos.
Monzón negó con la cabeza mientras retiraba cuidadosamente la camisa empapada del cadáver.
—No llevaba nada en los bolsillos —explicó—. Ni billetera, ni documentos. Solo esta cadena en el cuello —añadió, mostrando una cadenita de plata con una medalla de San Benito ennegrecida.
Laura se inclinó un poco más para observar. Algo en esa medalla le resultaba familiar, aunque no sabía exactamente qué.
El doctor prosiguió:
—Edad aproximada: entre treinta y cinco y cuarenta años. Causa de muerte probable: asfixia por ahorcamiento. Hay signos de lucha, heridas defensivas en las manos.
— ¿Cuánto tiempo lleva muerto? —preguntó Salazar.
—No más de dos días. Y por el estado del cuerpo, estuvo todo ese tiempo en el agua.
Salazar soltó un resoplido frustrado. Dos días y ya estaba descompuesto casi irreconociblemente.
Entonces, uno de los policías jóvenes, Juan Velázquez, irrumpió en la sala, jadeando.
— ¡Mi capitán! Lo encontré... en los archivos viejos de personas desaparecidas.
Salazar se giró hacia él, ceñudo.
— ¿Quién es?
Velázquez tragó saliva, como si estuviera a punto de pronunciar un nombre prohibido.
—Santiago Vélez, señor.
— ¿Santiago...? —Repitió Salazar, incrédulo—. ¿El mismo que desapareció hace cinco años?
Velázquez asintió.
—El mismo. La familia lo había dado por muerto... pero nunca encontraron el cuerpo.
Un pesado silencio llenó la morgue. Incluso el doctor Monzón dejó de trabajar por un momento, como si el nombre hubiera cambiado la gravedad del cadáver frente a ellos.
Laura sintió que el corazón le latía con fuerza en el pecho. Recordaba vagamente aquel nombre de cuando era adolescente, antes de dejar Santa Elena para estudiar fuera. Santiago Vélez: el muchacho rebelde, el que hablaba de cambiar el pueblo, el que había acusado a medio mundo de corrupción... antes de desaparecer.
Salazar se pasó una mano por el rostro, como queriendo borrar el recuerdo.
—Dios mío... —murmuró.
Laura guardó su libreta en el bolsillo. Sabía que no era momento de interrogar, pero también sabía que acababa de tropezar con algo mucho más grande de lo que había imaginado.
Santa Elena no era un pueblo para escándalos. La muerte rondaba sus orillas como un rumor prohibido, y ahora, con el cuerpo de Santiago devuelto por el río Toso, viejos fantasmas empezaban a despertar.
Y Laura no iba a dejar que volvieran a dormir.
Editado: 29.04.2025