La lluvia caía fina sobre la ciudad esa noche, empapando las calles y borrando las huellas de quienes preferían moverse en la oscuridad. A lo lejos, las sirenas rompían el silencio, acercándose cada vez más al edificio de oficinas ubicado en la avenida central.
La llamada había llegado a la central poco después de la medianoche. Una empleada de limpieza, al no obtener respuesta de Alvarado y notar la luz encendida en su despacho, forzó la puerta del pasillo. Lo que encontró la hizo gritar con todas sus fuerzas: el cuerpo del empresario tirado sobre la alfombra. Con las manos temblorosas, marcó el número de emergencias.
Cuando la radio del patrullero transmitió el aviso de “código 187 – homicidio” en el edificio de oficinas, el comisario Julián Ferrer supo que la noche sería larga.
Ferrer ajustó el cuello de su sobretodo antes de bajar del auto. Tenía cincuenta años y el rostro marcado por las arrugas de quien ha visto demasiado en su vida. No necesitaba mirar su reloj para saber que era tarde: cada llamado a esas horas significaba problemas serios.
En el tercer piso, la escena lo esperaba. La puerta del despacho había sido forzada por los agentes. Adentro, el cuerpo de Ricardo Alvarado yacía sobre la alfombra, con un disparo limpio en el pecho. El escritorio estaba cubierto de papeles y, en la pared, alguien había dibujado con sangre un símbolo extraño: un círculo atravesado por dos líneas.
—Parece un ritual —murmuró uno de los oficiales más jóvenes.
Ferrer no respondió. Se agachó junto al cadáver y observó con detalle. La pistola estaba a un metro de distancia, demasiado lejos como para un suicidio. La ventana, cerrada desde adentro. Ningún signo de entrada forzada.
—Un cuarto cerrado —pensó en voz alta—. A alguien le gusta complicarnos la vida.
Pidió que preservaran la escena. Caminó hasta el sillón lateral y allí encontró algo revelador: los pedazos de un vaso roto todavía húmedos con whisky. Entre los fragmentos, una colilla de cigarrillo. Alvarado no fumaba, según el registro de salud que ya conocía del empresario.
Uno de los agentes se acercó con un sobre lacrado.
—Lo encontramos en el bolsillo de la víctima. Sin remitente.
Ferrer lo abrió con cuidado. Dentro, una hoja mecanografiada con una frase que helaba la sangre:
"La ciudad pertenece a las sombras. Este es solo el comienzo."
El comisario suspiró. Conocía bien esas palabras: no eran la primera advertencia que aparecía en un crimen extraño. Guardó la nota en una bolsa de evidencia y miró nuevamente el cuerpo.
Algo no cerraba. Ni el arma, ni el símbolo, ni la nota. Todo parecía más un mensaje que un simple asesinato. Y los mensajes, en su experiencia, siempre escondían algo más grande detrás.
—Que nadie toque nada —ordenó, mientras encendía un cigarrillo—. Esta noche apenas empieza.
La lluvia golpeó con fuerza los ventanales. Afuera, las luces de la ciudad parecían más lejanas que nunca.