La oficina del empresario permanecía acordonada cuando llegó el equipo forense. Ferrer observaba desde un rincón mientras los técnicos recolectaban huellas, muestras de sangre y fibras de tela. Aunque confiaba en la evidencia, sabía que la información podía ser manipulada; sin pruebas sólidas, no tenía nada.
Un agente se acercó con la lista de personal que había estado en el edificio esa noche. La empleada de limpieza, dos guardias de seguridad y un chofer privado aparecían como únicos testigos posibles.
—Que nadie se vaya —ordenó Ferrer.
Primero interrogó a la mujer de limpieza, aún temblorosa. Contó lo que había visto: la luz encendida, el despacho cerrado, el cuerpo en el piso. No había escuchado disparos, extraño en un edificio donde todo retumba por los pasillos.
Luego fue el turno del guardia de seguridad. Hombre corpulento de unos cuarenta años, juraba que no había visto entrar ni salir a nadie desde su puesto en la entrada principal.
—Imposible —gruñó Ferrer—. Nadie entra a un cuarto cerrado por arte de magia.
El chofer privado completó el cuadro. Había dejado a Alvarado en la puerta a las once de la noche y no volvió a verlo. “Tenía una reunión importante”, dijo, sin saber con quién.
Mientras Ferrer recorría nuevamente la oficina, algo llamó su atención: el cajón superior del escritorio estaba abierto. Dentro encontró una carpeta con documentos sobre transferencias bancarias al extranjero, todas con cifras millonarias.
En ese momento, el inspector Ramírez, su segundo al mando, entró con gesto grave.
—Comisario, tiene que ver esto —dijo, extendiéndole un teléfono celular embolsado como evidencia—. Estaba en el suelo, detrás del sillón.
El celular tenía el protector roto y varias llamadas recientes. La última, a las 23:47, era de un número desconocido.
Ferrer lo guardó en una bolsa y lo etiquetó.
—Acá empieza la verdad —murmuró—. No estamos frente a un simple asesinato. Esto huele a negocios sucios.
Un murmullo entre los policías interrumpió sus pensamientos. Un hombre de traje, cabello perfectamente peinado, había llegado a la escena. Se presentó con credencial en mano: Fiscal Rodrigo Cáceres.
—Comisario Ferrer —saludó con una sonrisa que no alcanzaba a los ojos—. A partir de ahora, esta investigación pasa a estar bajo supervisión directa de mi oficina.
Ferrer lo observó en silencio, apretando los labios. Había trabajado antes con Cáceres. Sabía que era ambicioso, mediático, y que jamás dejaba que un caso siguiera su curso natural si podía sacar rédito político.
Mientras el fiscal recorría la escena con aire de superioridad, Ferrer encendió otro cigarrillo y volvió a mirar el símbolo en la pared. No podía sacarse de la cabeza la nota hallada en el bolsillo de la víctima: “La ciudad pertenece a las sombras. Este es solo el comienzo.”
Y lo peor era que empezaba a creerlo.