21 de junio de 1955 – Ciudad del Vaticano.
Juntó las manos sobre su regazo, mirando las puntas de sus uñas. No se atrevía a levantar la vista, a contemplar otra vez la ostentación y el lujo del lugar, sabiendo que no podía admirarlo con la mente tan cargada como la tenía.
Vio y sintió la mano de él deslizándose entre las suyas, y la apartó rápidamente, siseando. Tenía suficiente castigo para que además alguien se enterara también de esto.
Oyó el estruendo de la pesada puerta de metal abriéndose delante de ella y miró a través de sus pestañas. Suspiró aliviada al ver al cardenal Rodríguez, así que levantó la cabeza y le sonrió. Su eminencia la miró al pasar, sin responder.
–Esto está todo podrido. –dijo en voz alta.
–Shhh.
Se concentró en él. Miró su perfil, su perfecta mandíbula y su barba que insistía en aparecer pese a que se había afeitado esa mañana. La imagen de él afeitándose, posiblemente una de las imágenes que más le gustaban, inundó su cabeza, así que volvió la vista a sus manos, obligándose a concentrarse en eso y no en el recuerdo para nada apropiado al lugar en el que estaba.
El sonido de pasos amortiguados en los pisos encerados, mezclado con el roce de pesadas telas le dio la señal de que más cardenales se acercaban. Uno se plantó delante de la pesada puerta.
–¿Amalia Elgueras?
Ambos se pusieron de pie.
–Amalia Elgueras. –repitió el cardenal. Lo miró de reojo, él bajó la cabeza a modo de disculpas y volvió a sentarse. Hubiera querido decir que no, que no podía entrara allí sin él, que antes prefería que la tiraran de la cúpula de la Basílica antes que enfrentarse a todos esos hombres que, ahora que había levantado la cabeza y podía verlos, la miraban como quien mira al cerdo pensando en los embutidos.
–Por favor. –dijo el cardenal, impaciente. Ella dio unos pasos, sus tacos eran bajos pero en aquel lugar parecía que tenía cañones en los pies, todo el sonido retumbaba y eso parecía molestar más aún que su presencia.
El cardenal sostuvo la puerta para que ella pasara, en un gesto de caballerosidad que no era habitual en un lugar como este. La siguieron los demás, que se dispusieron en sillas formando un semicírculo. Le señalaron una, en el centro y cuando le dieron la indicación se sentó, sintiendo otra vez sus miradas de flechas.
–Yo...pido perdón.
Uno de ellos levantó la mano.
–Nadie te ha dicho que comenzaras a hablar.
Se sorprendió por ese tuteo, cargado de desdén, supuso que según estos hombres, su condición de mujer y acusada no merecía ningún trato respetuoso.
–Perdón. –escapó de su boca la palabra, tan acostumbrada a ser pronunciada en esos días.
El mismo cardenal puso los ojos en blanco y ella se mordió para evitarla decir nuevamente.
Otro hombre carraspeó y levantó una hoja de papel. Sin ceremonias ni palabras de introducción, fue directo a las preguntas.
–¿Eres una bruja?
–¿Qué? –exclamó sorprendida. Le habían dicho muchas cosas, pero nunca esto.
El cardenal no repitió su pregunta, sólo la miró por unos segundos, con las manos cruzadas, y luego marcó algo en su hoja de papel
–¿Desde cuándo practicas la brujería?
–Yo no practico nada.
–Eso se nota. –dijo otro–Porque ni siquiera practicas tu fe.
–He dejado de creer hace mucho tiempo.
No lo dijo con rebeldía. Lo dijo con vergüenza, porque diciendo aquello estaba defraudando a todas las mujeres de su familia. Ellos, su familia, ya no la consideraban parte, pero ella no podía cortar sus lazos y sentía que seguía debiéndoles cosas más allá de la constante decepción que había sido.
Hubo más anotaciones en la hoja.
–Señorita Elgueras. –el cardenal Rodriguez habló y Amalia sintió un pequeño alivio. Este amigo la ayudaría, siempre la ayudó.–Lamento que usted esté aquí, pero necesitamos información. Fue traída debido a la cantidad de rumores que circulan sobre usted en su país. La Santa Inquisición es una institución que ya no existe, pero es deber de la iglesia cuidar a sus fieles de personas que practiquen artes oscuras. Como usted.
–No practico nada, su eminencia. Lo digo de verdad, lo he dicho muchas veces, se lo he dicho a usted. Cuando se lo conté, yo...
–Por favor, no diga más nada.
Se quedó mirándolo. Parecía otro, no el obispo que la escuchó y ayudó. Parecía un extraño que no quería que ella dijera más nada ni se defendiera.
–Usted atentó contra el Sumo Pontífice. Dijo que moriría y murió.
–Aldo, yo...
–¿Cómo? –un cardenal la interrumpió–¿Se está dirigiendo a su eminencia por su nombre de pila?
–Disculpe, es que somos...
–Yo no soy nada suyo, Elgueras. –la voz de Rodríguez sonó metálica. Se quitó sus gafas y dobló las patillas cuidadosamente. Luego la miró directo a la cara–Responda a lo que se le pide.
–Quiero decir la verdad, no atenté contra nadie. ¿Cómo podría hacerlo? Yo estaba en Argentina, el Santo Padre aquí...No soy bruja. Sólo puedo saber quién va a morir. Sucede desde niña, sucedió con gente en mi familia, conocidos, políticos, actores...lo sentí con el Santo Padre y supe que debía hacer algo. Nunca antes pude evitarlo pero sentí que podía hacerlo esta vez, y se lo conté a usted, Eminencia, bajo secreto de confesión. Y usted ha hecho que me traigan aquí y...
–Que se vaya de una vez. –dijo Rodríguez. Varios cardenales se negaron, uno habló.
–Falta lo otro. Señorita Elgueras, hemos requisado su correspondencia con el padre Víctor Ojeda. Él estaba en Roma cuando sucedió la extraña muerte de nuestro pontífice.
–Sí.
–Ciertamente no podríamos tildar esa correspondencia como...la de una feligresa y su confesor.
Sus manos temblaron. Todo su cuerpo pareció instintivamente querer encogerse en una bola. Había dos tipos de correspondencia entre ellos, la verdadera y la falsa. Unas eran banales y tontas, sólo para justificar su llegada a casa ante los ojos curiosos. Las otras eran apasionadas y reales. Llegaban una metida dentro de la otra, luego algunas eran quemadas y sólo quedaba el lado inocente de todo aquello.