A veces pienso que cuando haces cosas buenas, las cosas van bien… conmigo fue la excepción.
Me llamo Nico Mendoza, un estudiante común y corriente. No me destaco en nada en particular: ni en inteligencia ni en lo atlético. Lo único que siempre me ha funcionado es mi capacidad para adaptarme y salir adelante en cualquier situación. Pero nada, absolutamente nada, me preparó para lo que ocurrió aquel día.
Era un martes cualquiera, el tipo de día que pasas en modo automático. Me levanté tarde, me vestí en cinco minutos y salí corriendo al instituto sin siquiera desayunar. Mi vida era simple, y honestamente, no me molestaba que fuera así.
Hasta que lo vi.
El callejón detrás de la escuela era un atajo que a veces tomaba cuando llegaba tarde. Ese día, sin pensarlo, decidí usarlo. Fue ahí donde encontré a un niño, no tendría más de diez años, acorralado por un tipo alto, de aspecto desaliñado. Lo reconocí de inmediato: era un pandillero de la zona, uno de esos sujetos de los que todos hablaban, pero que nadie se atrevía a enfrentar.
Algo dentro de mí me dijo que me largara, que no me metiera. Pero no pude. ¿Cómo podía ignorarlo? Respiré hondo y, sin pensar demasiado, grité:
—¡Hey! Déjalo en paz.
El hombre giró la cabeza lentamente, sus ojos oscuros se clavaron en los míos con un brillo peligroso. Me arrepentí en el acto. Pero ya era tarde.
—¿Y tú quién demonios eres? —preguntó con una sonrisa torcida.
No tenía respuesta para eso. Solo era Nico Mendoza, un estudiante del montón que acababa de cometer el error de su vida. Pero entonces, algo extraño sucedió. El aire a mi alrededor pareció volverse más pesado, una especie de hormigueo recorrió mi piel y, de pronto, el mundo entero pareció moverse más lento.
El tipo lanzó un puñetazo. Lo vi venir como si estuviera en cámara lenta, pero mi cuerpo reaccionó por instinto. Me moví sin pensar, esquivé el golpe con facilidad y, sin saber cómo, mi puño se estrelló contra su rostro con una fuerza que no creí posible. El hombre cayó al suelo, inconsciente.
El niño me miró con los ojos abiertos como platos y salió corriendo sin decir una palabra. Yo solo me quedé ahí, jadeando, mirando mis propias manos como si fueran ajenas. ¿Cómo había hecho eso? Nunca en mi vida había peleado, y mucho menos de esa manera.
No lo sabía aún, pero ese momento fue el inicio de algo más grande de lo que jamás hubiera imaginado. Algo que me llevaría a descubrir que, a veces, hacer lo correcto no significa que las cosas vayan bien… sino que las cosas, para bien o para mal, jamás vuelven a ser las mismas.