Soy Leyenda

Capítulo 2

El despertador sonó a las cinco y media.

Neville estiró el brazo entumecido y lo paró.

Buscó los cigarrillos, encendió uno, y se sentó a fumar en la cama.

Al cabo de un rato se levantó, cruzó la sala y espió por la mirilla.

Afuera, en el césped, las oscuras figuras se alzaban como guardianes.

Mientras miraba algunas empezaron a alejarse, y se oían murmullos de descontento.

Otra noche llegaba a su fin.

Volvió al dormitorio, encendió la luz y empezó a vestirse.

Mientras se ponía la camisa oyó el grito de Ben Cortman:

“¡Sal, Neville!”

Y eso fue todo.

En seguida se alejarían, más débiles que antes.

Quizá se habían atacado entre ellos, lo que ocurría a menudo.

Nada los unía.

Obedecían sólo a una necesidad.

Una vez vestido, Neville se sentó en la cama y escribió la lista de los recados del día:

Torno en Sears.

Agua.

Generador.

Madera (?).

Rutina.

Terminó rápidamente el desayuno: un vaso de zumo de naranja, una tostada y dos tazas de café.

No podía acostumbrarse a comer con tranquilidad.

Arrojó el vaso y el plato de papel en el cubo de basura y se cepilló los dientes.

Conservaba ese hábito, y eso le consoló.

Cuando llegó a la puerta, alzó los ojos.

El cielo estaba claro, casi sin nubes.

Hoy podía salir.

Fantástico.

En el suelo del porche tropezó con algunos pedazos del espejo.

Bueno, seguía rompiéndose.

Lo limpiaría luego.

Había un cuerpo sin vida en la acera y otro entre las ruinas de la casa vecina.

Ambas eran mujeres.

Eran casi siempre mujeres las víctimas.

Abrió la puerta del garaje y sacó marcha atrás su furgoneta Willys.

Bajó luego y abrió la puerta trasera.

Se puso unos gruesos guantes y se acercó a la mujer de la acera.

Mientras arrastraba los cuerpos por el césped y los arrojaba a la lona pensó que a la luz del día no eran en absoluto atractivas.

No había ni una gota en ellas; tenían el color del pescado.

Cerró la caja.

Recorrió el jardín recogiendo en un saco todos los ladrillos y piedras que le habían arrojado.

Lo llevó al coche y se quitó los guantes.

Luego entró de nuevo en la casa, se lavó las manos y preparó unos bizcochos y un termo de café caliente.

Entró en el dormitorio y recogió el haz de estacas.

Se lo cargó al hombro, cogió un martillo de la pared y volvió a salir.

Esa mañana no trataría de encontrar a Ben Cortman.

Había otras cosas que hacer.

Durante un instante recordó su intención de aislar la casa.

Bueno, al diablo con eso.

Lo haría otro día, quizá algún día que estuviera nublado.

Se metió en la camioneta y releyó su lista.

El torno era imprescindible.

Pero antes debía librarse de los cuerpos.

Puso el motor en marcha y retrocedió rápidamente hacia el bulevar Compton.

Desde allí se dirigió al Este.

Las casas se alzaban a ambos lados de la calle, silenciosas y vacías; los coches estaban aparcados a lo largo de las aceras.

Bajó la vista un momento y examinó el indicador del combustible.

Aún quedaba medio depósito, pero sería bueno detenerse en la avenida Western y llenarlo.

Por el momento, no había motivo para utilizar la gasolina almacenada en el garaje.

Entró en la callada gasolinera.

Acercó un bidón y con la manguera comenzó a llenar el depósito hasta que éste desbordó y el líquido se desparramó por el cemento.

Revisó el aceite, el agua, la batería y los neumáticos.

Todo estaba en orden.

Así sucedía casi siempre, porque lo cuidaba mucho.

Si se le estropeara alguna vez y no pudiese regresar antes del crepúsculo…

Bueno, no había motivo para preocuparse.

Si eso ocurriera, sería el fin.

Continuó por el bulevar Compton hasta dejar atrás la gasolinera y las otras calles muertas.

No se veía a nadie.

Pero Neville sabía dónde estaban.

El fuego aún ardía.

Cuando estuvo más cerca se puso los guantes y la máscara de gas y se quedó mirando la oscura columna de humo que oscilaba sobre la tierra.

Todo el campo, desde junio de 1975, era un gran pozo.

Detuvo el coche y bajó rápidamente de un salto, ansioso por terminar cuanto antes.

Abrió la puerta trasera, tiró de uno de los cuerpos y lo arrastró hasta el borde del pozo.

Allí lo levantó y le dio un empujón.

El cuerpo bajó rodando hasta el fondo ceniciento y humeante.

Regresó a la furgoneta jadeando, a pesar de la máscara de gas.

Empujó el otro cuerpo al pozo y tiró el saco de ladrillos y piedras, y se alejó de allí a toda prisa.

Cuando se hubo alejado un kilómetro, se sacó la máscara y los guantes y los echó atrás.

Abrió la ventanilla y se puso a respirar a bocanadas el aire frío.

Sacó un frasco de la guantera y tomó un largo trago de whisky.

Luego encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo.

En ocasiones, debía ir todos los días al pozo, durante varias semanas, y siempre se sentía enfermo.

En algún lugar, allá abajo, estaba Kathy.

Camino de Inglewood se detuvo en un mercado en busca de agua mineral.

Cuando entró en el silencioso almacén sintió de pronto el fétido olor de los alimentos putrefactos.

Empujó rápidamente el carrito a lo largo de los silenciosos y polvorientos almacenes.

Por fin encontró las botellas de agua.

En el fondo, una puerta se abría a unos pocos escalones.

Metió las botellas en el carrito y subió.

El propietario del mercado debería estar en el piso de arriba.

Eran dos.

En el vestíbulo, recostada en un sofá, había una mujer de unos treinta años, enfundada en una bata roja.

Respiraba lentamente, tenía los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el estómago.

Neville buscó el martillo y la estaca.

Siempre era difícil clavársela cuando estaban vivos, especialmente a las mujeres.



#98 en Ciencia ficción
#547 en Thriller
#193 en Suspenso

En el texto hay: apocalipsis, terror

Editado: 13.01.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.