—Y después se agachó… ¡y se le vieron sus calzoncillos desgastados de tractores! —le cuento a Aris, riéndome.
—¡JAJAJAJA! No me lo esperaba —responde con una sonrisa enorme.
Estábamos en el recreo, en el mismo sitio de siempre: al lado de la pista de los de cuarto de la ESO. Y no, no es para verlos sudando mientras juegan a fútbol. Qué asco. Después del recreo nos tocaba Filosofía, y, por primera vez, sentía un tipo de ilusión. Curiosidad. Intriga. Me moría por saber más de Nadir.
Hablando de él… ¿dónde estaba? Nunca me había fijado en él, pero hoy era una excepción.
—¡Laiaaaa! ¿Me estás escuchando? ¡Quiero ir a mear! —dijo mi amiga impacientemente.
Al volver del recreo, me senté en mi sitio y, en vez de encontrarme con Aris, me encontré con Nadir.
—Ermm… hola —dijo justo al sentarse.
—Hola. ¿Había deberes? —pregunté, solo para seguir la conversación.
—Sí… ¿los hiciste?
—No… ¡mierda, mierda! —empecé a revolver entre los papeles del carpesano, pero no encontré nada de Filosofía.
En realidad, no me importaba mucho esta clase. Pero me había propuesto intentar escuchar más, ya que no tendría a una parlanchina hablándome todo el rato.
—Erm… ¿quieres que te los preste? —dijo él, nervioso.
—Sí, sí, sí, por favooor. Prometo no volver a burlarme de tus tractores.
Sonrió y me pasó la hoja. No entendía nada de su letra, pero igual intenté copiar lo que podía.
Mientras escribía, no podía evitar mirar de reojo su letra: torcida, desordenada, con tachones. Como si la hubiera escrito en medio de una tormenta.
Y él… bueno, también parecía escrito por una tormenta.
Tenía el pelo negro. Pero no perfectamente negro. Más bien como esos tizones quemados que ves después de apagar una fogata. Desordenado, obviamente. Como si no le importara, pero aun así le quedaba bien. Sus ojeras eran sutiles, pero ahí estaban, como recordatorio de que seguramente dormía tan poco como yo. Y sus manos… no sé por qué me fijé, pero las tenía llenas de tinta y con las uñas medio comidas.
No era feo. Pero tampoco era guapo. O tal vez sí. No sé.
Era… interesante. Raro. Como los tractores de sus calzoncillos.
—Tu letra parece escrita por un médico borracho —le dije sin pensarlo.
Él soltó una carcajada breve.
—Y tú, por alguien que escribe “guapi” en su estuche.
Toqué el estuche automáticamente.
—¡Eso lo escribió Aris, te lo juro!
—Ajá, claro… —dijo con una sonrisa ladeada que no supe si quería matar… o mirar un rato más.
Mientras el profesor empezaba a hablar, yo me distraía con cualquier cosa: la lluvia cayendo afuera, el reloj que no avanzaba, o el dibujo que Nadir comenzó a hacer en el borde de la hoja.
Una línea curva. Luego otra. Una forma esponjosa, casi infantil. Era una nube.
—¿Eso es una nube? —susurré, conteniendo la risa.
—Filosofía es muy profunda —susurró él—. Yo la proceso así.
Por mucho que no lo entendí del todo, lo miré. Él me miró.
Y, por primera vez, no bajé la vista. No lo hice.
—Las nubes están arriba de todo. Mirarlas te hace olvidar lo que hay abajo.
Siguió dibujando, como si no acabara de dejar caer una bomba suave. De esas que explotan después en tu cabeza.
—¿Y qué quieres olvidar?
Nadir levantó la vista, sorprendido. Me miró con esos ojos oscuros que no había notado hasta hoy.
—Te lo contaré cuando dejes de vacilarme con los tractores.
Me puse roja. Me odié por haber preguntado. Pero también… me gustó que no lo evitara del todo.
—Te salen bien las nubes —le dije, intentando cortar la tensión.
—Y a ti se te dan bien las preguntas incómodas.
Y volvimos a callar. Pero esta vez, el silencio no fue incómodo. Fue como si los dos entendiéramos que no hacía falta hablar todo el rato. Que la conversación podía ser una nube: suave, lenta, flotante.
Después de Filosofía, salí al pasillo buscando a Aris. Estaba en su sitio habitual, apoyada contra la pared, con cara de que le debía la vida.
—¿Dónde estabas? —le pregunté.
—¿Dónde voy a estar? Intentando no dormirme esperándote. ¿Y tú qué? ¿Ya te casaste con Nadir?
Le lancé una mirada asesina. Pero me reí.
—No, pero me prestó los deberes. Y dibuja nubes raras. Supongo que eso es un paso.
—¿Nubes?
—Sí. En medio de una ficha, así como quien no quiere la cosa.
Aris me miró como si estuviera analizando cada palabra.
—¿Y tú por qué sabes eso?
—Porque… porque se puso a dibujar delante de mí.
—Ajá. Y tú te quedaste mirando como tonta, ¿a que sí?
Me callé.
—¡Lo sabía! —gritó bajito—. Elaia, te estás pillando.
—¡Cállate! No estoy pillada. Solo… es raro. Nunca había hablado con él. Y ahora de repente dibuja nubes y habla como si tuviera un universo dentro.
—Uy, sí. Universo, tractores… lo que tú digas.
Aris era así. No necesitaba saberlo todo para entenderme. Pero también era la primera en darse cuenta cuando algo me empezaba a importar.
—¿Y cómo es? O sea, físicamente —preguntó de repente—. Porque te juro que nunca me he fijado.
Pensé un momento. Me costaba describirlo, porque hasta hace dos días yo tampoco lo había mirado bien.
—No sé… Es más alto que yo, obvio. Siempre lleva sudaderas oscuras. Y tiene el pelo un poco revuelto, como si nunca se lo peinara… pero igual le queda bien. Y tiene unas ojeras que parece que no duerme nunca.
—Perfecto para ti. Si no duerme, podrán hablar por WhatsApp a las tres de la mañana.
—No tengo ni su número.
—Por ahora.
Me alejé de ella antes de que dijera otra tontería.
Pero no pude evitar sonreír.
Porque sí. Tenía razón.
Tal vez me estaba pillando.
Tal vez ya era demasiado tarde.
Editado: 19.07.2025