Madeline
—¿Por qué traes esa cara? —me pregunta mi amiga Elizabeth, frunciendo sus delgadas cejas.
—La profesora de Francés me ha puesto un 8 en el examen oral —tiro los libros sobre la mesa, me siento frente a Liz, cubro mi rostro con las manos y me compadezco de mí misma en silencio.
—¿Cuál es el problema? A mí me parece bien. Si yo me sacara eso, mis padres me pagarían un viaje de ida y vuelta a Italia.
—¡Me ha puesto un 8! ¡Un 8! ¡Nunca había sacado menos de 9 en mi vida! —respondo sin verla a los ojos. Gimo—: Me quiero morir.
Siempre he sido buena en las clases, bueno, puedo presumir de ser una de las mejores. Me encuentro en mi último año en este bendito colegio y no puedo más con las ganas de salir de él. Los profesores son buenos en su mayoría, saco calificaciones aceptables —por no decir excelentes—, la estructura es pequeña, me gusta mucho y me siento como en mi segunda casa aquí. No es personal el querer irme, solamente estoy cansada de lo mismo.
Y…
…es un colegio solo para chicas.
Estamos en un receso de diez minutos y nos encontramos ubicadas en la cafetería. Escucho una silla moverse a mi lado y tiran más libros en la mesa.
—¿Qué le pasa? —reconozco la voz de mi otra amiga, Mariela.
—Está mal porque se ha sacado un 8 en Francés —responde aún tranquila Elizabeth, con la vista pegada en su móvil.
—¿Es en serio? —se oye indignada la recién llegada, bueno, lo máximo que su dulce voz le permite—. ¡Si yo me saco eso, mis padres me llevan a Europa!
—Es lo que yo digo… —murmura Liz.
Levanto la cabeza y las miro de hito en hito con los ojos entrecerrados.
—Puede que ustedes estén acostumbradas a sacarse eso, pero yo no —me vuelvo a cubrir con mis palmas.
—Eres una exagerada —acusa Mari.
—¡Ey, locas! ¿Qué hacen? —llega a mis oídos la voz de la única que faltaba: Felicia.
Se sienta junto a Elizabeth. Frente a ellas estamos Mariela y yo.
Felicia es una chica energética, de estatura normal y con una melena preciosa de color azabache que le llega hasta los hombros, pero que siempre mantiene sujeta en la coleta reglamentaria. Es la más «honesta» del grupo; no teme guardarse ningún comentario ni opinión con los demás. A veces es bueno, pero la mayoría del tiempo exaspera que te digan tus errores sin miramientos. No sobra decir que le agrada un buen chisme y más aún si la información es de calidad.
Mariela es la segunda, con un pelo liso también —un poco más claro que el de Felicia—, ojos color miel y tez blanca. Su rostro de niña la hace parecer tranquila e inocente, con pómulos suaves y mejillas sonrosadas, es preciosa sin lugar a dudas. La verdad es que no es de meterse en problemas pero, si te metes con ella, se le sale el diablo. Lo digo en serio, aunque eso no pasa seguido. Hay que admitir que su bondad la vuelve frágil y la tenemos algo protegida.
De Elizabeth se puede decir mucho: su mirada es profunda y oscura, tiene una cabellera lisa color caoba y un cuerpo por el que yo mataría. Es alocada, extremadamente agresiva si la llegas a ofender y una pervertida en potencia; le gustan mucho los chicos y el sexo y habla de ellos con normalidad. Pero que eso no los engañe, siempre se ha dado a respetar con los hombres y eso es de admirar. ¡Claro!, que cuando algún chico le gusta se vuelve coqueta como lo haría cualquiera de nosotras.
Lizzie es la más… ¿extrovertida? Métete con ella y te quedas sin mano.
¿Yo? Bueno, mi nombre es Madeline y, típicamente, soy la estudiosa. La nerd a la que casi no le gusta salir, mantiene un promedio altísimo y evade los problemas. No soporto estar con personas tristes o de mal humor, hago cualquier estupidez con tal de escuchar algunas carcajadas. Me fascina que las personas a mi alrededor estén con una sonrisa. Y cuando no estamos en el colegio me vuelvo yo misma: alocada pero recatada a la vez.
Digamos que sé en cuáles momentos puedo parecer recién sacada de la jungla y en cuáles debo comportarme como la gente.
Felicia, Lizzie, Mari y yo, cuatro en total, amigas desde hace casi cinco años —nos conocimos en los cursos de verano de primer año— y aún no soportamos pasar mucho tiempo la una con la otra. Suena raro, pero si pasamos más de una hora juntas sin hacer alguna cosa entretenida o estar concentradas en algo, terminamos peleadas sin ningún motivo coherente. Nuestras personalidades son diferentes y hay momentos en los que chocan pero aun así, sin saber por qué, seguimos reuniéndonos y pasando tiempo juntas.
—Me he sacado un 8 en Francés y estoy tratando de morir de depresión, eso hago —contesto, aún con mi rostro cubierto por las manos—. Alguien máteme…
—Cállate, Maddie —regaña Lizzie con tono severo—, si te sigues quejando por el maldito 8 te tiraré a la fuente.
—¿Y tú qué haces, Mari? —pregunta Felicia a Mariela quien, creo, debe de estar con su móvil—, ¿con quién chateas tanto?
Este tema me hace olvidarme de mi «pena» por un minuto y levanto la cabeza, acomodándome mejor en la silla. Tengo a Felicia y a Elizabeth enfrente y a Mariela a mi lado. La cafetería está llena y el bullicio es agobiante, pero ya estamos acostumbradas.
A Mari se le dibuja una sonrisa bobalicona en el rostro.
—Con nadie —contesta guardando rápidamente el móvil.
—¡Oye, vamos! No puedes estar tan concentrada chateando si no es alguien importante. Somos tus amigas, cuéntanos. —Felicia apoya los codos en la mesa y se inclina hacia delante, expectante.
—Me da vergüenza, chicas —explica Mariela sin mirarnos—, no es algo de lo que me guste hablar.
—¡Por Dios! Si he escuchado a Lizzie cacarear sobre cómo saber el tamaño del miembro de un chico y no me he escandalizado, esto no tiene por qué hacerlo tampoco —digo, ganando carcajadas por parte de las otras.
Elizabeth frunce el ceño.
—¡Tú tampoco eres santa de mi devoción!
—¡Cállense ustedes dos! —regaña Felicia—. Te escuchamos, Mariela.
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Editado: 24.04.2020