Camino sin ganas al lado de mis amigas que están igual o menos emocionadas que yo. Interrumpieron nuestra clase de Matemática para avisarnos por el altavoz que: «Todas las estudiantes del Colegio Virgen del Sacrilegio deben de presentarse en el auditorio y esperar sentadas en sus respectivos lugares hasta que se dé inicio a una asamblea».
Por supuesto que a ninguna de nosotras le emociona la idea de asistir a una: siempre son ceremonias aburridas donde se escuchan discursos de los profesores. Lo que desconozco es el motivo. Hasta dónde sé hoy no se celebra algo en especial o hemos causado algún problema. Todas desconocemos el porqué de la asamblea y esa es la razón de los susurros entre nosotras mientras nos adentramos en la gigantesca habitación y nos sentamos en las sillas predispuestas.
No es secreto que todas preferimos sentarnos en los asientos de arriba para poder hablar sin ser notadas. Pero, como ya la mayoría ha llegado, nos toca a Felicia, Lizzie, Mari y a mí sentarnos en la primera fila casi tocando el escenario.
Todas hablan mientras esperamos a que dé inicio el acto, pero yo no tengo ánimos. No soy amante de los miércoles ni de cualquier día de clases. El colegio es una responsabilidad y debo cumplirla al ciento por ciento, pero eso no significa que me guste levantarme temprano para venir nueve horas al día. Algunas piensan que soy una chica que ama estudiar, hacer exámenes, trabajos, proyectos... ¡Por Dios, no! ¡Qué horror, lo aborrezco totalmente! Pero no hay escapatoria; si quiero tener un futuro prometedor estoy obligada a estudiar.
—¡Silencio, por favor! —ordena la profesora Cristina, de Química, que sostiene un micrófono detrás de un podio marrón—. Señoritas, queremos dar inicio, por favor hagan silencio.
Todas parecen callarse como por arte de magia y dirigen su vista al frente donde se encuentra la figura autoritaria.
Al lado de la profesora que está hablando, pero un poco más atrás, se encuentran en una fila los maestros restantes, quienes, como siempre, mantienen la cabeza alta, rostros impasibles y nos vigilan como halcones. Noto algo fuera de lugar a lo que estoy acostumbrada en una asamblea y es que el arrogante de ojazos matadores está en la fila al lado de la maestra de Francés. Este, en cambio, muestra una deslumbrante sonrisa que, puedo jurar, es más falsa que los tatuajes que vienen dentro de los chicles, y recorre todo el gimnasio con la mirada mientras mantiene los brazos tras su espalda.
—Buenos días, estudiantes —continúa la maestra al micrófono—. El motivo de esta asamblea es el siguiente: el Ministerio de Educación de nuestro hermoso país ha enviado un comunicado a todas las instituciones educativas de la región pidiendo que de alguna manera se colabore a que los chicos y chicas sigan con ilusión el colegio y no abandonen sus estudios. La directora y administración han tomado cartas en el asunto y, como motivación para las estudiantes más aplicadas, se les dará un reconocimiento especial.
Los murmullos aparecen inmediatamente entre las chicas. Todas preguntándonos a qué se refiere con «Reconocimiento especial». ¿Aplausos? ¿Dinero? ¿Un mes sin clases? Lo último sería genial.
—A continuación, se llamará a las estudiantes con los cinco mejores promedios de toda la institución y se les otorgará un diploma y una medalla. Si se menciona su nombre, favor ponerse en pie y venir frente a sus compañeras. Comencemos.
El corazón se me sube a la garganta y siento cómo me comienzan a sudar las palmas de las manos. Trago saliva, volteo la cabeza hacia mis amigas pero me encuentro a todas las chicas de mi salón con sus ojos puestos en mí. Para ninguna es un secreto mis buenas calificaciones y me miran expectantes.
—¿Crees que quedes entre las cinco? —vuelvo mi mirada nerviosa a Mariela, sentada a mi lado.
—Allison Innecken, con el quinto mejor promedio del colegio, un aplauso por favor —comienza la profesora y todas aplaudimos.
La chica camina emocionada hasta los profesores donde, para mi horror, Max da un paso adelante y le coloca la medalla, le da un diploma y la abraza.
—Yo..., yo no lo sé, Mari. No sé si mis notas serán tan altas —murmuro distraídamente sin separar mis ojos de la escena.
Mis nervios están a flor de piel. Observo cómo ahora el tercer mejor promedio recibe su medalla y título. Demonios, mis manos tiemblan ligeramente mientras siguen sudando y mi respiración es cada vez más irregular. En realidad, me encantaría recibir un título y medalla a mi conocimiento. Sería genial pararme frente a todo el colegio y escuchar sus aplausos. En silencio, ruego e imploro a Dios que me dé el honor de poder ir hasta allí. En realidad, quiero esto demasiado. Todos los ojos de mis compañeras siguen fijos en mi espalda pero eso es lo de menos.
Mi preocupación alcanza un nivel extremo cuando se acerca el segundo mejor promedio al centro. Solo queda un premio más y a mí no me han llamado. Cierro los ojos y sigo rezando para poder conseguirlo. En este momento no anhelo nada más. Siento que alguien da un apretón a mi mano y abro los ojos.
—Tranquila —murmura Mariela sonriendo y yo asiento tomándole con más fuerza su mano.
—Y para finalizar, con un sorprendente rendimiento de 9.7, llamamos al mejor promedio del Colegio Virgen del Sacrilegio... —Todas hacen un silencio sepulcral, expectantes. Cierro los ojos con muchísima fuerza mientras escucho los susurros muy bajitos de mis compañeras que me animan. Por favor... sigo implorando—. Haga el favor de honrarnos con su presencia, señorita... —¡Vamos, quiero esto!— …señorita Madeline Cascadas.
Abro los ojos de golpe y una sonrisa se dibuja en mi rostro. Me pongo en pie y camino hasta los profesores a paso lento y a punto de llorar de la emoción. De fondo, escucho los gritos, silbidos y aplausos de mis amigas y compañeras y eso me alegra aún más. Estoy orgullosa, muy orgullosa de mí misma por tener las mejores calificaciones de entre cientos de estudiantes.
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Editado: 24.04.2020